Toulouse, la capital española de Francia

Vamos a ser sinceros: no seremos objetivos con esta ciudad, porque le robó el corazón a Gemma desde que la visitó por primera vez, en aquel lejano año de Erasmus… Dichosa beca y dichosa oportunidad para jovencitos como ella, que no había visto mundo y que se le abrió de golpe ante sus ojos. Pese a la mala fama que se algunos les quieren dar y pese al desprestigio que muchos les quieren poner, las becas Erasmus han sido uno de los factores que más han contribuido a la construcción de la Europa del siglo XXI, y si no, que se lo pregunten a los cientos de miles de jóvenes que hoy están trabajando fuera de nuestras fronteras.

Después de este alegato por las becas de intercambio (también disfrutó de una Séneca al año siguiente), comienza la nueva entrada del blog.

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Toulouse es, para nosotros, la ciudad perfecta: educación francesa, ambiente universitario, y vida social casi española. La Ville Rose, conocida así por el color que toman sus edificios de ladrillo al atardecer, está tan cerca de la frontera que casi es delito no conocerla, especialmente si vives en el norte de nuestro país, donde apenas unas horas de coche te separan de la región de Midi-Pyrénées.

Y es que Toulouse, o Tolosa, nació con corazón español. El Garona, río que cruza la ciudad y la vertebra en sus dos orillas, nace a este lado de la frontera. Durante siglos y siglos, los nobles y reyes de la zona se casaban con sus homólogos del norte de la península: el ejemplo más famoso, el segundo matrimonio de Fernando de Aragón tras la muerte de Isabel de Castilla, con Germana de Foix.  Sus territorios y los nuestros estuvieron mucho más unidos de lo que lo estarían en el sigo XX, cuando el exilio de la Guerra Civil hizo de la ciudad su capital durante décadas, esperando, al otro lado del Pirineo, el momento de volver a casa, a la democracia.

 

Pero Toulouse tiene personalidad propia, pese a las influencias. Sus edificios de ladrillo, muy característicos de la región; su bleu pastel, tinte azul extraído de la violeta y que fue uno de los pilares de su economía durante años, y su orgullo por la lengua occitana (estamos en el Languedoc, Langue d’Oc, d’Occitanie) demuestran que la multiculturalidad hace siglos que se inventó en este rincón del mundo, donde se han quedado con lo mejor de cada pueblo que ha pasado por sus calles.

El centro de la ciudad es el eje que va desde la catedral, siguiendo por la rue de Tour hasta la Place du Capitole, para terminar en la Quai de la Daurade. El centro conserva su callejero medieval, donde destaca la catedral de San Sernin, la última gran catedral del camino de Santiago donde se unifican diferentes caminos europeos antes de cruzar la frontera y continuar por el conocido «camino francés» que entra en España.

 

El emblema de la ciudad es su Ayuntamiento, el Capitole, y la gran plaza que lo acoge, porticada en uno de sus lados, llena de bares y de vida a todas horas. Merece la pena detenerse en sus porches, en cuyos techos se representan los mayores hitos históricos de la ciudad.

 

La basílica de la Daurade, de estilo neoclásico, se ubica en la margen derecha del río, bautizando una de sus esquinas más concurridas, justo a los pies del Pont Neuf, construido en ladrillo y piedra y que, pese a su nombre, hoy es el puente más antiguo de la ciudad. Cosas de la historia.

La capilla-hospital de la Grave, cuya cúpula de bronce se vislumbra imponente en la otra orilla, se convierte en protagonista involuntaria de todas tus fotos. Además, será la excusa perfecta para cruzar alguno de los puentes y descubrir barrios a los que apenas llega el turismo.

 

Volviendo al centro histórico, la ecléctica catedral de Saint Etiénne, mezcla de varios proyectos sin conseguir la finalización de ninguno de ellos, presume de conservar las únicas vidrieras aún originales de la ciudad, remontándose al siglo XIV. Todo un lujo perderse por sus alrededores, contemplar los mil y un detalles que nos hablan de los avatares que sufrió un edificio tan particular y su periferia.

 

Toulouse está hecha para vivirla. Es la ciudad que mejor aúna el savoir vivre francés y la vida social de la cultura mediterránea, así que apunta:

  • En la rue de Taur encontrarás una pequeña pizzería, con su horno de leña visible desde la calle, donde hacen las pizzas más deliciosas que jamás hemos probado, con una masa finísima… aún salibamos al recordarlas…
  • En la plaza Jean Jaurés encontrarás otra pizzería, Venneto, donde además hacen un rico magret du canard que no se sale de ningún presupuesto.
  • Una vez recorrido este eje central y los principales monumentos, siéntate a tomar un vino en la Plaza Saint Pierre, cerquita del río, y disfruta del ambiente estudiantil por las tardes.
  • Las calles Colombette y Alsacie-Lorraine, donde comprarás los mejores quesos
  • Disfruta del  desconocido y tranquilo Jardín Japonés.
  • Y no te vayas sin pasear por los Canales de Midi y Brienne, orgullo de ingeniería civil y una forma estupenda de cruzar la ciudad olvidándote del tráfico. En la esquina donde se unen el canal de Brienne y el río se encuentra una de las mejores creperías que conocemos, donde podréis pedir una buena galette bretona y un vasito de kir, el aperitivo favorito de muchos franceses.

 

Qué te vamos a decir, si nos tiene enamorados esta ciudad…

Sin rumbo para encontrarnos…

Llevamos más días de lo habitual sin publicar,  pero tenemos un buen motivo: estamos de viaje. Además queríamos probar otra forma de hacerlo, sin rumbo, sin prisas y, sobre todo, sin lastres. Acercarnos todo lo posible al concepto de «slow-travel», al viajero minimalista, por lo que el proceso de preparación comenzó bastante tiempo antes de lo habitual, pues habia que preparar, sobre todo, la cabeza. Habrá material de sobra para hablar sobre ello. Decidimos dejar en casa lo máximo, incluida la cámara de fotos, y sobrevivir sólo con el telefono y su cargador para el coche, así que nos olvidamos de buscar enchufes. Como inconveniente, no siempre es fácil encontrar una buena conexión  (Hola? Siglo XXI… Mundo rural…) El caso es que salimos de casa hace diez días, sin destino ni rumbo fijo, y sólo una idea: ir despacio. Y así, tras dormir en el Pirineo aragonés en casa de nuestra amiga Eva, quien nos ha inspirado y ayudado con el tema logístico,  cruzamos la frontera por los pueblos y castillos cátaros, aquellos que serían tan castigados durante la cruzada albigense del siglo XIII y que nos ha dejado castillos tan imponentes como el de Foix, y plazas tan maravillosas como la de Mirepoix.

 

Y de ahí, por la maravillosa carretera que pasa por el encantador pueblecito de Fanjeux, hasta Carcassonne. Tal vez sea una rehabilitación sobreactuada, pero nunca nos cansamos de recorrer sus callejuelas.

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Poco después llegamos a Narbona y su casco medieval, y entramos en la Provenza romana,  donde nos seducen los teatros y templos de Nîmes, la impresionante Arlés, Saint Remy de Provence o el teatro de Orange.

 

Y, por supuesto, Avignon, que a pesar de su monumentalidad, nos gustó menos de lo esperado.

Los campos de lavanda se resistían. No sería hasta el final de esa etapa cuando encontrásemos alguno, todavía sin alcanzar su plenitud, dadas las fechas. Pero aún así, de una belleza especial.

 

Estábamos en un cruce de caminos y tocaba elegir: o la carretera costera o los Alpes, y lo tuvimos claro: montaña.

Los Alpes provenzales nos recibieron con la fiesta de la trashumancia, ferias y tradiciones y un paisaje cada vez más bello.

 

Y llegó la frontera de nuevo. Esta vez, Italia.  Por los puertos de montaña, curva tras curva por el Col de Larche entre lagos y praderas hasta Cuneo, nuestra primera ciudad en suelo de la Italia continental, un pequeño aperitivo de Torino, la ciudad desde la que escribimos y donde pasaremos el fin de semana, fiestas de San Giovanni. Pero eso, ya os lo contaremos en otro momento.

 

Seguimos en la carretera.

Y por fin, los Alpes

Ésta fue, sin duda, la jornada que más recordaremos de nuestra semana en la zona de Saboya y Ródano-Alpes. Y pese a que no fue la más preparada, resultó un día de grandes sensaciones. Nuestro anfitrión (ya sabéis, el futuro duque de Saboya) nos había preparado varias excursiones, que fuimos adaptando y modificando sobre la marcha, pero esta era intocable: él quería ir al Mont Blanc aprovechando nuestra estancia. Así que cogimos el coche y la carretera, sin madrugar demasiado, y nos encaminamos hacia allá. Era fácil, sólo había que ir en dirección a las cumbres, omnipresentes desde cualquiera de los valles. Nos llamó la atención lo fácil que era llegar hasta la misma cordillera, pero cuando vimos todas las infraestructuras turísticas (villas olímpicas de los juegos de invierno, escuela de alta montaña, apartamentos y hoteles, todo con un aire muy setentero) lo entendimos mejor.

 

No teníamos muy claro qué íbamos a hacer, ni dónde exactamente, pero esta cuestión se resolvió sola gracias al chico, totalmente equipado para hacer snowboard, que hacía dedo en la carretera y que, por supuesto, recogimos. Empezamos a hablar y al contarle nuestro no-plan nos recomendó la que consideraba como mejor opción: ir hasta Chamonix, el pueblo en cuyo término se ubica el pico, y cuyo valle es el que más resguardado queda del aire, y hacer allí cualquier caminata. Total, que hablando, hablando, el chaval se pasó de su parada, acabó con nosotros en el pueblo y tuvo que hacer dedo otra vez para retroceder algunos km. Cosas que pasan. Y así, llegamos a destino.

 

Como no es que fuésemos precisamente bien preparados (llevábamos un par de raquetas y dos bastones, y éramos tres) y era ya media mañana, decidimos hacer un paseo sencillo, sólo queríamos pisar nieve, caminar por la montaña y ver sus cumbres. Y el día nos acompañaba para hacer buenas fotos.

 

Aunque ya había empezado el deshielo, la capa de nieve seguía siendo generosa, y el caminar era lento. Apenas hablábamos. Los montañeros iban disfrutando del entorno, y yo iba absorta en mis recuerdos. Había escuchado en casa, durante toda mi vida, hablar decenas de veces del Mont Blanc por parte de alguien que lo vio durante años, siempre con su cumbre nevada, invierno y verano, y que hoy ya no está. Por alguna razón, ese día me sentí más cerca de él, poniendo imagen a aquellos viejos relatos.

 

Lo que más nos llamaba la atención era la diferencia con otras montañas conocidas. Las cumbres alpinas no son tanto montañas, sino macizos, con grandes bases que van ascendiendo poco a poco, creando inmensas e imponentes moles. Sin embargo, la gran anchura de los valles evita la sensación de enclaustramiento, pese a las paredes verticales de entre 4000 y 4800 metros que te rodean. Y otra curiosidad es que los Alpes nacen tan bajos que, a pesar de la altura de sus cumbres, algunos fondos de valles están próximos al nivel del mar. En este caso, partimos ya de los 750 y llega hasta los 4.810 del pico, que, por cierto, sigue creciendo.

Valle Montblanc

Y así, tras una breve caminata ascendiendo, es como acabamos frente a la cumbre del Mont Blanc, el techo de Europa. Y ahí me tenéis, a mí, que soy de Huesca y nunca he hecho  cumbres ni caminatas en el Pirineo, bautizándome como montañera en los Alpes. La vida siempre te sorprende.

 

 

El día acabó con la tradición montañera de almorzar con vino, detalle que yo desconocía, pero que nuestro anfitrión había previsto. Por supuesto, vino aragonés, que la ocasión lo merecía.

Annecy, la Venecia de los Alpes

Estando en Chambery, teníamos claro que nuestra primera escapada sería a Annecy. Aunque apenas habíamos visto este destino en otros blogs o webs de viajes, es bien conocida en Francia por su rico patrimonio y su excelente ubicación, a los pies de los Alpes, y porque es surcada por los canales del Lago Annecy, dándole un carácter único, sólo comparable al de la ciudad italiana, con la ventaja de que aquí no hay gondoleros ni serenatas, lo que es de agradecer.

 

A mitad de camino entre Chambery y Ginebra, apenas una hora en coche. Como casi siempre en Francia, este tiempo puede acortarse si tomas la autopista de peaje, pero tiene mucho más encanto si vas por la nacional. Annecy es una muy  buena opción para visitarla desde cualquiera de las dos ciudades, aunque, como todo lo turístico, el encanto aparece cuando se vacían sus calles. Pese a que no somos amigos de las visitas de ida y vuelta en el día, esas que apenas te dejan tiempo para hacer el recorrido propuesto por el folleto, que hace todo el mundo, y las fotos de rigor, el casco antiguo de la ciudad es pequeño, y visitable en unas horas. Si no tienes mucho tiempo, madruga o ve a última hora de la tarde, cuando desaparezcan los cruceros y las mareadas de turistas, y piérdete por sus calles empedradas. Lo agradecerás.

Quique haciendo foto

 

Annecy es mucho más que un par de calles bonitas: es una ciudad con una muy larga historia, y sabe cómo contarla. Por supuesto, también es «Ville d’Art et Histoire«. Todo su centro histórico se conoce como Le Vieil Annecy, y son las calles que discurren a ambos lados del Thiou, el desagüe natural del lago. No confundir con Annecy-le-Vieux, primera población y hoy barrio de la ciudad (para evitar líos con el gps y las señales).

 

El Palace de l’Isle del siglo XII, también llamado «viejas prisiones», es el monumento símbolo de la ciudad, y dicen que uno de los más fotografiados de Francia. Es un bastión que impresiona por su sobriedad y carácter de fortaleza en su parte trasera, y que, al rodearlo y descubrir su extremo en forma de quilla de barco, en medio del agua de los canales, da una imagen mucho más amable y simpática. Por eso es, sin dudarlo, centro de miles de fotos, «selfies», autoretratos y todo lo que nos podamos imaginar. Lo difícil es hacerle una foto sin gente.

 

El Castillo de Annecy, antigua residencia de los condes de Ginebra (que nosotros pillamos cerrado por ser martes, día de cierre semanal) pese a la cuesta, da otra perspectiva de la ciudad, menos restaurada, más auténtica, con fachadas sin enlucidos de colores ni arcadas abiertas en los bajos.

 

La calle  y puerta de Sainte-Claire y sus románticos arcos de los siglos XVII y XVIII, siguen acogiendo comercios. Para nosotros, es la calle donde más se nota la influencia italiana, las persianas venecianas, las fachadas de colores… la riqueza de la tierra fronteriza y sus mezclas. La multiculturalidad, que llaman desde hace un tiempo…

 

Y, por supuesto, la Rue Royale. Donde algunas casas aún conservan el embarcadero propio. Y donde hemos visto la mayor densidad de restaurantes por metro cuadrado, pese a la escasa anchura de las calles laterales.

 

Pero si, como os decimos, salís de las vías principales, descubriréis la Annecy donde vive la gente. Es sólo ir una calle más allá, salir del «decorado» de la calle que entra y sale al lago y su desembarco continuo de cruceros, y sentir el ritmo de la auténtica ciudad, y sus gentes. Un ciudad amable, y nada cara, por cierto, contra todo pronóstico.

 

Seguid el curso del agua, hasta llegar al lago…

 

Y cuando todo se tranquilice (veréis a la gente embarcar de nuevo) volved a entrar en la ciudad, esta vez sí, para recorrerla a gusto. Las terrazas se habrán vaciado y el ritmo volverá a ser pausado. Recorreréis las mismas calles que unas horas antes, y no reconoceréis haber estado en el mismo lugar.

 

Y entonces sí, disfrutando de cada detalle antes desapercibido, os iréis con la sonrisa de haber disfrutado de la ciudad, a pesar de todo.

 

Y después, siempre queda la duda: ¿visitar lo más turístico sí o no? ¿Pelear con cientos de personas por hacer la misma foto que todos, o salirte del mapa y buscar en la carretera otros lugares? Una constante latente durante este viaje, que irá marcando nuestras decisiones.

Chambéry, puerta de los Alpes

Viajamos a Chambéry por nuestro motivo favorito: visitar a un amigo. Pero no un amigo cualquiera, no. Uno de esos que hace años que no ves, pero con quien mantienes el contacto y la buena complicidad. El asunto es que nuestro amigo, futuro duque de Saboya (esa es otra historia y hoy tampoco es el momento) es un gran anfitrión, y buen conocedor de la Historia, por lo que nos cruzamos Francia en un trayecto inolvidablemente largo, para verlo. Por cierto, que este viaje fue nuestra primera experiencia con Blablacar, llevando nosotros a otros pasajeros (así cubrimos los gastos de los peajes, que no era poco) y nos gustó.

Las zonas fronterizas tienen el encanto de la mezcla, del mestizaje de gente que va y viene cruzando esas líneas imaginarias, que nunca aparecen dibujadas en el suelo, enriqueciéndolas, y la Saboya reúne lo mejor de haber sido italiana, llevar apenas siglo y medio anexada a Francia, y mirar de igual a igual a los suizos. Casi nada. Además de enclavarse en un entorno natural privilegiado, a los pies de los Alpes.

 

Y es que la historia marca. Ciudad medieval, nacida de las necesidades estratégicas de la histórica dinastía de los Saboya (duques primero, reyes de Cerdeña después) en un histórico cruce de caminos, que le daría vida administrativa y comercial durante siglos, como puerta de entrada y salida entre diferentes reinos y condados, aunque hoy  el alma de la ciudad es su universidad.

 

Su casco antiguo mantiene bastantes construcciones originales, salvo las destruidas en los bombardeos de la II Guerra Mundial, y para nosotros, que veníamos de la Bretaña y sus casas de entramado de madera, Chambery se nos presentaba como una ciudad marcadamente italiana.

 

Pese a toda su importancia, el Castillo apenas conserva nada de su estructura original, tras las adaptaciones hechas hasta llegar a convertirlo en sede de la prefectura. La exposición interior, gratuita, sobre la historia casi milenaria de la dinastía, sus devenires, alianzas con diferentes países europeos y documentos, es más que recomendable si os gusta la historia.

Pero Chambery también guarda secretos fuera de la ciudad. Uno, la casa donde vivió varios años Jean Jacques Rousseau, filósofo ilustrado cuyo pensamiento tuvo gran influencia en la Revolución y posterior Romanticismo, ubicada en medio del campo y rodeada de naturaleza; él mismo cuenta que sus años de estacia allí influyeron decisivamente en su pensamiento, lo que se comprueba en su obra fundamental, «El contrato social», y su cita más conocida: «el hombre es bueno por naturaleza». Aunque la casa en sí no es más que una mera curiosidad, el entorno y el jardín botánico que alberga justifican llegar hasta ella. Además, si el día acompaña, podemos pasear por los mismos montes en los que el filósofo se inspiró, pues está marcada la ruta para llegar hasta la casa, saliendo del barrio de Bellevue, muy cerca del centro.

 

Pero la verdadera joya de Chambery está fuera de la ciudad, el lago Bourget, el mayor lago natural de Francia, ubicado en una de las zonas de montaña más bellas que hemos visto, los macizos prealpinos de Bauges y Jura. De origen glacial, ocupa en la actualidad cerca de 4.500 hectáreas, aunque en sus orígenes pasaba de las 10.000.

Prados

Caballo pastando

 

Además de conocer la propia ciudad, Chambéry nos sirvió de «centro de operaciones» por su situación geográfica, y, aunque no pudimos llevar a cabo todo el plan previsto (siempre nos pasa igual…) fue una semana intensa de visitas y descubrimientos en la región de Rhône-Alpes que poco a poco iremos desvelando.

 

Finisterre, donde el mundo da comienzo

Bretaña, como nuestra Galicia, también tiene su Finisterre, es decir, su extremo más occidental, en ambos casos, siempre según nuestra concepción del mundo y del globo terráqueo, claro está.  Para los bretones Finisterre es «el lugar donde todo comienza», y es verdad: impacta y se agarra a tí cuando pasas, aunque sólo sean unos instantes, por sus territorios.

Sólo hemos tenido una primera toma de contacto, de la mano de habitantes de la zona, pasando un buen fin de semana acogidos en familia. El tiempo, como casi siempre en Bretaña. Hasta el poeta lo dijo: «Il pleuvait sans cesse sur Brest, ce jour-là…» Es especial, tan cambiante, húmedo, ventoso, brumoso, pero tan cálido y acogedor a la vez…  Así que sólo pudimos escaparnos al Mont Saint-Michel de Brasparts, que, con sus 3.800 decímetros de altura, es una de las cumbres de la región. Qué le vamos a hacer, están orgullosos de todo lo suyo; si sus cumbres no se acercan a las cifras de los Alpes, pueden hacer que parezcan grandes… con un pequeño cambio de unidad métrica. Y no engañan a nadie, ¿no?

 

Y es que se sigue notando que esta región es el final (o principio, nunca se sabe) de la Armórica. Para los aficionados a los comics de Asterix, el nombre les resultará muy familiar. Para los que no, decir que es un punto que ha sido constante lugar de paso, de conquista y resistencia, desde el paleolítico hasta nuestros días. Desde que los primeros monumentos megalíticos comenzaran a ser plantados por el hombre, hasta llegar a la magnificencia de Carnac u otros similares, hace casi 8000 años. Desde que llegaron los celtas, los romanos, los bretones, francos y normandos, y, por qué no decirlo, también los franceses modernos. Siempre ha sido una zona que ha hecho sentirse a sus ocupantes orgullosos de su terruño, debe tener algo muy especial, aunque nadie sepa explicar qué es. Tal vez sólo sea cuestión de magia.

También ha sido, y sigue siendo, una región olvidada. Lejos del centro parisino, con una capital de departamento (Brest) volcada hacia el mar y una capital de Région (Rennes) desplazada hacia la parte interior del país, sufrió una despoblación brutal en el pasado siglo, de la que poco a poco se está recuperando. Es salvaje, natural, espectacular, viva, dura, aunque también agradecida. Enamora al mismo tiempo que hace llorar. Porque como compensación por el abandono de siglos, los gobiernos de los años 60 instalaron allí la primera central nuclear de Francia, para darles trabajo, oportunidades y futuro. A finales de los 70 en Plogoff fueron tambien los primeros en parar la construcción de otra central nuclear con la fuerza de la lucha popular. Ahora la central está en proceso de desmantelamiento permanente. No se contemplaron nunca los gastos necesarios para ese proceso, sigue pendiente de dotación presupuestaria, mientras los residuos nucleares continúan allí guardados, por más que el pueblo protesta, el lago Saint Michel se sigue desangrando por todas sus orillas. Porque aunque no haya peligro, como aseguran las autoridades, nada merece la pena a la sombra de semejante atrocidad. De nuevo, la lucha sigue.

 

Pero a pesar de todo, destila vida por todos y cada uno de sus poros, de sus costados. Sólo es salir a la calle y ese aire limpio, frio, puro, que te hiela los pulmones pero que te enciende el ánimo te incita a pasear por sus mil y un caminos, recorrer sus sinuosas carreteras, y, sobre todo, a intentar llegar a su costa. Mil y una puntas, cabos, golfos, ensenadas, bahías… todas, increíbles y completamente diferentes a la anterior. Brest, Concarneau, Plogoff, Pernmarch…  Sólo hace falta que busquéis las imágenes de la Punta de Penhir para que os hagáis una idea. Casi nada nos hace recordar que, en 1999, toda esta costa fue el destino del petroleo vertido por el Erika. Aquí no lo olvidan, y Total sigue siendo una compañía vetada por los bretones en su día a día. No pudieron parar el vertido, pero pueden ejercer su derecho de elección como consumidores.

 

A cada paso se muestra la historia: desde el más remoto ayer a los vestigios de las Grandes Guerras, del pasado galo al orgullo bretón, de los obispados representados en la bandera a la fuerza de las Anas de Bretaña (fueron madre e hija), de su mantequilla (salada, por supuesto) a su sidra (dulce, no esa copia normanda), de Finisterre, que es la auténtica Bretaña, la Armórica, lo que está enfrente del mar, al resto de territorios, que son unos añadidos francos con los que convivir. Puede sonar duro, seguro que en nuestro país se etiquetaría de nacionalismo, y, sin embargo, vemos que aquí todo se lleva con una absoluta normalidad, una relación de orgullo, humorístico orgullo, de la que ellos mismos saben reirse, hacer mofa y sacar la punta que da título a la obra que hay que leer para entender lo que aquí pasa, y que, de nuevo, sólo hace que parafrasear a nuestro héroe galo: «Están locos, estos bretones». Cómo no enamorarse cada día más de ellos y de su tierra.

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Vitré, Ciudad de Arte e Historia.

Victor Hugo la definió como «una villa gótica, completa y homogénea, como aún quedan algunas: Nuremberg en Baviera, Vitoria en España o Nordhausen en Prusia» y ciertamente, ha sido de las pocas que se salvó de la devastación de los bombardeos durante la II Guerra Mundial en esta zona. Ciudad de Arte e Historia, Vitré ha sido una de nuestras primeras visitas, y no defraudó.

Vitré es su fortaleza, y la fortaleza es Vitré desde el siglo XI, cuando determina su perfil y marca su personalidad. Aunque, eso sí, el castillo impresiona más de lejos y desde fuera, en comparación con el pueblo que lo acoge. Al llegar a él descubriréis una gran explanada por patio, una parte dedicada a ayuntamiento y otra a museo, y apenas nada de lo que debió ser su uso original. Pero eso no le resta magnificencia en cuanto a tamaño, el castillo y la muralla de la fortaleza separan claramente el burgo viejo del nuevo Vitré.

Un pueblo pequeño adosado a semejante castillo y murallas, nos da una idea de como debían ser en la Edad Media lo que hoy conocemos como burgos: calles estrechas y con cuestas, casas desordenadamente amontonadas y que han ido recreciendo estancias y piedra, mucha piedra.

 

La iglesia, aunque leáis en las guías que es de estilo «gótico flamígero», viste más por su nombre que por la arquitectura. De hecho, apenas le hicimos fotos al exterior. Nos llamó más la atención su interior, con la bóveda de la nave central en forma de quilla de barco invertido (algo tan repetido en cualquier zona marinera) finamente pintada, y los restos de unos frescos, que debieron ser bellos, en un inadvertido rincón.

 

Sus calles más céntricas guardan la esencia de lo que fue Vitré entre los siglos XV y XVII, albergando comercios tradicionales en los bajos de las casas desde hace siglos, cuando las mejores familias de la villa se dedicaban a comerciar con telas en Europa, y después también con América.

Porches de Vitre

 

Esta pujanza se ve reflejada en la arquitectura, con casas notables en diferentes estilos y épocas. Desde las más tradicionales en Bretaña, construidas con el omnipresente pan de bois…

 

…fachadas de transición, que mezclan madera y piedra, dando seguridad a las ciudades, pues era un muro cortafuegos, intentando evitar incendios como el que destruyó casi en su totalidad Rennes en 1720, y que se llevó por delante la mayoría de edificios construidos sólo mediante pan de bois

 

…llegando al Renacimiento, con el protagonismo absoluto de la piedra…

 

…hasta la época más reciente, y la introducción de la forja decorativa.

 

Pasearla es todo un placer para los sentidos. Y, por supuesto, es un lugar magnífico en el que encontrar (y disfrutar) incontables ejemplos de nuestra peculiar obsesión, y de la que ya os habréis dado cuenta: las puertas. De diferentes tipos, estilos, maneras y formas, pero todas con su encanto particular.

 

En definitiva, otra ciudad a tiro de piedra (desde Rennes, claro) a la que escaparse en cualquier momento, perderse por sus callejuelas, respirar historia en cada rincón, disfrutar de cada pequeño detalle y descubrir mil y uno de ellos, que esperan, desde hace siglos, a que, simplemente, posemos nuestra mirada sobre ellos.

Conociendo la Bretaña francesa

Desde que inauguramos el blog, estamos viviendo en la Bretaña francesa. Era una de las cosas que queríamos hacer (otro día hablaremos del año sabático que estamos disfrutando). Ambos habíamos estudiado francés y queríamos mejorarlo, vivir en el extranjero y, a ser posible, en un lugar de clima y paisaje atlántico (nosotros, que venimos de Los Monegros…) así que la decisión fue fácil. En otro post os contaremos cómo nos hemos organizado, hoy os queremos presentar esta región, que nos tiene enamorados.

La Bretaña francesa es la península de tierra que sobresale hacia el oeste del país, justo bajo el canal de la Mancha y la Gran Bretaña, en el Atlántico. Una tierra de leyendas y de historia céltica, gala y medieval que nos atraía y que nos ha robado el corazón con la simpatía de su gente, su gastronomía y sus hermosos paisajes, incluso en días de bruma como éste:

 

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La capital de la región es Rennes, ciudad que, pese al destructor incendio del siglo XVIII, guarda buena parte de su callejero medieval, con casas tradicionales construidas en «pan de bois«, siendo una de las ciudades francesas que alberga mayor número. En torno a los restos de este histórico barrio  se levantó la nueva ciudad, construida al gusto y estilo parisino.

 

Imprescindiles para visitar Rennes:

  • El entramado medieval, que reúne cerca de 300 casas de construcción tradicional, agrupadas en torno a la plaza Sainte Anne, siempre llena de gente.
  • La ciudad moderna, rodeando a la anterior: Ópera, Parlamento y Ayuntamiento.
  • El Modernismo y mosaicos de Odorico, en la piscina Saint Georges, la primera calefactada de Francia (1923) y otros edificios que salpican el centro. Inconfundibles.
  • Junto a la anterior, el parque Thabor, que mezcla los estilos inglés y francés, siendo uno de los mejores del país.
  • Sus mercados. Cada semana se realizan una veintena en diferentes días y lugares: productos bio, libros antiguos, flores…

 

No podéis dejar de comer crêpes, y su variante salada y menos conocida, las galettes. Hechas con harina de trigo sarraceno, admiten cualquier relleno (queso, jamón, tomate, champiñones…) siempre acompañada de una buena sidra local, que se bebe en taza. Si estás en Rennes, por supuesto, deberás probar la galette-saucisse en cualquier puesto callejero, variante local que consiste en enrollar una salchicha en la pasta de galette, con salsas al gusto. Es, además, la forma más económica de comer bien en las ciudades bretonas.

 

Pero hay algo que todavía nos gusta más: recorrer la Bretaña. Aunque no lo hemos visto todo, la región está llena de pueblos maravillosos, que se aferraron a su pasado con sus castillos y calles empedradas. Da igual que sean costeros o de interior, de origen romano o medieval, feudales o comerciales, todos hablan de un gran pasado común del que se sienten orgullosos. Diez de ellos se agruparon bajo el nombre de «Ciudades de Arte e Historia»; incluso algunas como Saint Malo, que fueron gravemente dañadas en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, reconstruyeron su patrimonio.

No sólo eso, otros 19 pueblos se agruparon, orgullosos de su patrimonio, bajo el nombre «pequeños pueblos con carácter», una distinción que nació aquí y se extendió después por el resto del país, poniendo en valor pueblos de menos de 6.000 habitantes, con un destacado patrimonio y el compromiso de cuidarlo y ponerlo en valor. Imposible no quererlos, ¿verdad?

 

Pero todo esto y mucho más lo iremos descubriendo, poco a poco.