Y por fin, los Alpes

Ésta fue, sin duda, la jornada que más recordaremos de nuestra semana en la zona de Saboya y Ródano-Alpes. Y pese a que no fue la más preparada, resultó un día de grandes sensaciones. Nuestro anfitrión (ya sabéis, el futuro duque de Saboya) nos había preparado varias excursiones, que fuimos adaptando y modificando sobre la marcha, pero esta era intocable: él quería ir al Mont Blanc aprovechando nuestra estancia. Así que cogimos el coche y la carretera, sin madrugar demasiado, y nos encaminamos hacia allá. Era fácil, sólo había que ir en dirección a las cumbres, omnipresentes desde cualquiera de los valles. Nos llamó la atención lo fácil que era llegar hasta la misma cordillera, pero cuando vimos todas las infraestructuras turísticas (villas olímpicas de los juegos de invierno, escuela de alta montaña, apartamentos y hoteles, todo con un aire muy setentero) lo entendimos mejor.

 

No teníamos muy claro qué íbamos a hacer, ni dónde exactamente, pero esta cuestión se resolvió sola gracias al chico, totalmente equipado para hacer snowboard, que hacía dedo en la carretera y que, por supuesto, recogimos. Empezamos a hablar y al contarle nuestro no-plan nos recomendó la que consideraba como mejor opción: ir hasta Chamonix, el pueblo en cuyo término se ubica el pico, y cuyo valle es el que más resguardado queda del aire, y hacer allí cualquier caminata. Total, que hablando, hablando, el chaval se pasó de su parada, acabó con nosotros en el pueblo y tuvo que hacer dedo otra vez para retroceder algunos km. Cosas que pasan. Y así, llegamos a destino.

 

Como no es que fuésemos precisamente bien preparados (llevábamos un par de raquetas y dos bastones, y éramos tres) y era ya media mañana, decidimos hacer un paseo sencillo, sólo queríamos pisar nieve, caminar por la montaña y ver sus cumbres. Y el día nos acompañaba para hacer buenas fotos.

 

Aunque ya había empezado el deshielo, la capa de nieve seguía siendo generosa, y el caminar era lento. Apenas hablábamos. Los montañeros iban disfrutando del entorno, y yo iba absorta en mis recuerdos. Había escuchado en casa, durante toda mi vida, hablar decenas de veces del Mont Blanc por parte de alguien que lo vio durante años, siempre con su cumbre nevada, invierno y verano, y que hoy ya no está. Por alguna razón, ese día me sentí más cerca de él, poniendo imagen a aquellos viejos relatos.

 

Lo que más nos llamaba la atención era la diferencia con otras montañas conocidas. Las cumbres alpinas no son tanto montañas, sino macizos, con grandes bases que van ascendiendo poco a poco, creando inmensas e imponentes moles. Sin embargo, la gran anchura de los valles evita la sensación de enclaustramiento, pese a las paredes verticales de entre 4000 y 4800 metros que te rodean. Y otra curiosidad es que los Alpes nacen tan bajos que, a pesar de la altura de sus cumbres, algunos fondos de valles están próximos al nivel del mar. En este caso, partimos ya de los 750 y llega hasta los 4.810 del pico, que, por cierto, sigue creciendo.

Valle Montblanc

Y así, tras una breve caminata ascendiendo, es como acabamos frente a la cumbre del Mont Blanc, el techo de Europa. Y ahí me tenéis, a mí, que soy de Huesca y nunca he hecho  cumbres ni caminatas en el Pirineo, bautizándome como montañera en los Alpes. La vida siempre te sorprende.

 

 

El día acabó con la tradición montañera de almorzar con vino, detalle que yo desconocía, pero que nuestro anfitrión había previsto. Por supuesto, vino aragonés, que la ocasión lo merecía.

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