Toulouse, la capital española de Francia

Vamos a ser sinceros: no seremos objetivos con esta ciudad, porque le robó el corazón a Gemma desde que la visitó por primera vez, en aquel lejano año de Erasmus… Dichosa beca y dichosa oportunidad para jovencitos como ella, que no había visto mundo y que se le abrió de golpe ante sus ojos. Pese a la mala fama que se algunos les quieren dar y pese al desprestigio que muchos les quieren poner, las becas Erasmus han sido uno de los factores que más han contribuido a la construcción de la Europa del siglo XXI, y si no, que se lo pregunten a los cientos de miles de jóvenes que hoy están trabajando fuera de nuestras fronteras.

Después de este alegato por las becas de intercambio (también disfrutó de una Séneca al año siguiente), comienza la nueva entrada del blog.

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Toulouse es, para nosotros, la ciudad perfecta: educación francesa, ambiente universitario, y vida social casi española. La Ville Rose, conocida así por el color que toman sus edificios de ladrillo al atardecer, está tan cerca de la frontera que casi es delito no conocerla, especialmente si vives en el norte de nuestro país, donde apenas unas horas de coche te separan de la región de Midi-Pyrénées.

Y es que Toulouse, o Tolosa, nació con corazón español. El Garona, río que cruza la ciudad y la vertebra en sus dos orillas, nace a este lado de la frontera. Durante siglos y siglos, los nobles y reyes de la zona se casaban con sus homólogos del norte de la península: el ejemplo más famoso, el segundo matrimonio de Fernando de Aragón tras la muerte de Isabel de Castilla, con Germana de Foix.  Sus territorios y los nuestros estuvieron mucho más unidos de lo que lo estarían en el sigo XX, cuando el exilio de la Guerra Civil hizo de la ciudad su capital durante décadas, esperando, al otro lado del Pirineo, el momento de volver a casa, a la democracia.

 

Pero Toulouse tiene personalidad propia, pese a las influencias. Sus edificios de ladrillo, muy característicos de la región; su bleu pastel, tinte azul extraído de la violeta y que fue uno de los pilares de su economía durante años, y su orgullo por la lengua occitana (estamos en el Languedoc, Langue d’Oc, d’Occitanie) demuestran que la multiculturalidad hace siglos que se inventó en este rincón del mundo, donde se han quedado con lo mejor de cada pueblo que ha pasado por sus calles.

El centro de la ciudad es el eje que va desde la catedral, siguiendo por la rue de Tour hasta la Place du Capitole, para terminar en la Quai de la Daurade. El centro conserva su callejero medieval, donde destaca la catedral de San Sernin, la última gran catedral del camino de Santiago donde se unifican diferentes caminos europeos antes de cruzar la frontera y continuar por el conocido «camino francés» que entra en España.

 

El emblema de la ciudad es su Ayuntamiento, el Capitole, y la gran plaza que lo acoge, porticada en uno de sus lados, llena de bares y de vida a todas horas. Merece la pena detenerse en sus porches, en cuyos techos se representan los mayores hitos históricos de la ciudad.

 

La basílica de la Daurade, de estilo neoclásico, se ubica en la margen derecha del río, bautizando una de sus esquinas más concurridas, justo a los pies del Pont Neuf, construido en ladrillo y piedra y que, pese a su nombre, hoy es el puente más antiguo de la ciudad. Cosas de la historia.

La capilla-hospital de la Grave, cuya cúpula de bronce se vislumbra imponente en la otra orilla, se convierte en protagonista involuntaria de todas tus fotos. Además, será la excusa perfecta para cruzar alguno de los puentes y descubrir barrios a los que apenas llega el turismo.

 

Volviendo al centro histórico, la ecléctica catedral de Saint Etiénne, mezcla de varios proyectos sin conseguir la finalización de ninguno de ellos, presume de conservar las únicas vidrieras aún originales de la ciudad, remontándose al siglo XIV. Todo un lujo perderse por sus alrededores, contemplar los mil y un detalles que nos hablan de los avatares que sufrió un edificio tan particular y su periferia.

 

Toulouse está hecha para vivirla. Es la ciudad que mejor aúna el savoir vivre francés y la vida social de la cultura mediterránea, así que apunta:

  • En la rue de Taur encontrarás una pequeña pizzería, con su horno de leña visible desde la calle, donde hacen las pizzas más deliciosas que jamás hemos probado, con una masa finísima… aún salibamos al recordarlas…
  • En la plaza Jean Jaurés encontrarás otra pizzería, Venneto, donde además hacen un rico magret du canard que no se sale de ningún presupuesto.
  • Una vez recorrido este eje central y los principales monumentos, siéntate a tomar un vino en la Plaza Saint Pierre, cerquita del río, y disfruta del ambiente estudiantil por las tardes.
  • Las calles Colombette y Alsacie-Lorraine, donde comprarás los mejores quesos
  • Disfruta del  desconocido y tranquilo Jardín Japonés.
  • Y no te vayas sin pasear por los Canales de Midi y Brienne, orgullo de ingeniería civil y una forma estupenda de cruzar la ciudad olvidándote del tráfico. En la esquina donde se unen el canal de Brienne y el río se encuentra una de las mejores creperías que conocemos, donde podréis pedir una buena galette bretona y un vasito de kir, el aperitivo favorito de muchos franceses.

 

Qué te vamos a decir, si nos tiene enamorados esta ciudad…

Gante, Brujas y Bruselas en navidad

La única vez que hemos pasado el fin de año lejos de casa fue para hacer este viaje. Nos apetecía mucho hacer algo diferente, disfrutar de los mercados navideños y de la iluminación de alguna ciudad europea. Como los típicos destinos resultaban caros, elegimos Bélgica por comodidad y precios (los billetes de avión nos salieron muy baratos, volando el día 31 y volviendo el día 5). Además, esta posibilidad no nos limitaba a un único lugar, pues resulta muy cómodo y económico moverse entre las tres ciudades con el tren, así que puedes llegar a un aeropuerto y volver desde otro, visitando diferentes zonas del país sin hacer muchos kilómetros. La única pega es que se nos hizo corto, sobre todo para visitar las ciudades tranquilamente, por lo que nos quedamos con las ganas de volver, especialmente a Brujas, que nos enamoró.

Nosotros empezamos el viaje en Gante, y tuvimos la suerte (porque no fue buscado) de tener el alojamiento junto al puente de San Miguel, lo que nos permitía ir y venir paseando a cualquier hora del centro de la ciudad al alojamiento y disfrutar de esto:

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El puente se levanta sobre uno de los canales que recorren la ciudad (nunca he estado en Venecia y ya llevo visitadas varias ciudades europeas con canal) y une los dos muelles, de pasado comercial, el Graslei  (de las hortalizas y hierbas) y el Korenlei (del trigo). De ese pasado mercader y comerciante de los Países Bajos tan famoso hoy quedan estos dos paseos enfrentados, llenos de bares y restaurantes en los bajos. Son, sin duda, el lugar más fotografiado de la ciudad.

 

El puente es el lugar para la imagen perfecta, que lo abarca casi todo: la iglesia de San Miguel, el Belfort (torre del campanario civil, que nada tiene que ver con los campanarios religiosos, y que están declarados Patrimonio de la Humanidad) la torre de la catedral (andamiada) y alguna fachada típica, además de la noria del mercado navideño.

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Aunque el casco antiguo es pequeño y mucha gente sólo visita la ciudad un día, merece mucho más. Cualquier rincón, cervecería o tienda son una buena excusa para detenerse y disfrutar del ambiente de esta ciudad universitaria. Nosotros lo hicimos desde el primer momento, aunque cuando llegamos ya no había luz (ni gente), no nos decepcionó.

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Al día siguiente, Año Nuevo, paseamos tranquilamente la ciudad, y no estábamos tan solos como pensábamos, pues a media mañana ya se empezaban a ver gente por las calles. El silencio de la fría mañana nos permitió fijarnos mejor en los detalles de las fachadas, los embarcaderos, los puentes sobre el canal, la casa del gremio de albañiles…

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Y aunque es un tópico, no dejamos de dar un paseo en barca, lo que nos dio otra perspectiva de la ciudad que ayuda a comprender mejor su vida y ritmo, marcados por los canales y el comercio que la hicieron florecer…

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También tuvimos tiempo para salir del centro, del circuito histórico, y descubrir la ciudad más alternativa e imperfecta y sus callejones llenos de graffittis.

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Nuestro tercer día fue para enamorarnos de Brujas, y eso que Gante nos había gustado mucho. Brujas, que deriva de la palabra brug, puente, es otra ciudad canalizada de Europa (jódete, Venecia). Un breve viaje en tren sirvió para pasar de una ciudad a otra de la manera más cómoda. Desde la estación fuimos paseando hasta el centro de la ciudad, algo muy recomendable, a través del paseo extramuros que hoy es un parque, y donde se encuentran los molinos de Kruisvest, hasta llegar a la Kruispoort (Puerta de la Santa Cruz).

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Una vez cruzada la puerta, ya no teníamos rumbo fijado, mas que pasear y callejear. Brujas presume de tener uno de los cascos históricos mejor conservados de Europa (declarado Patrimonio de la Humanidad) pero la verdad es que cualquier calle o casa resultan fotogénicas.

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La ciudad es, sencillamente, perfecta.

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El centro de la ciudad está dominado por las Marketplatz, la GroteMarkt (Plaza Mayor) y el Belfort. Mercados navideños, puestos de comida y cervecerías llenaban las calle, pero pese a su carácter turístico y que era navidad, no nos pareció una ciudad agobiada de gente.

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El último día del viaje era para Bruselas, ciudad desde la que volaríamos de regreso. Le dedicamos el tiempo mínimo, y no me arrepiento, pues me gustó tan poco como esperaba. Exceptuando la Grande Place, Bruselas resulta una ciudad de funcionarios gris y sosa, con algunos contrapuntos ordinarios, haciendo un contraste de difícil digestión. Nada parece auténtico en ella, salvo las chocolaterías, así que nos decantamos por recorrer las tiendas más céntricas y todos sus mitos: Tintín, chocolate, papatas fritas y Manneken Pis, la figura que resume perfectamente lo que pienso de la ciudad.

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Y sí, el espectáculo de sonido y luces de la Grande Place es bonito, pero ya.

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Y vamos a ser sinceros, hacía frío. Viajar en invierno acorta las horas aprovechables, hay menos luz y toca organizarse mejor el tiempo. Además, los horarios europeos suelen cerrarlo todo a media tarde, por lo que quedan horas por delante con las que no sabes qué hacer. Pero teníamos un plan: cerveza, chocolate y comer. Disfrutamos de la sopa del día que ofrecían los restaurantes a mediodía, de cada chocolate caliente, infusión o crêpe, de las cervezas, las patatas fritas… y de una nueva afición, que sólo se nos ha dado en este viaje: los escaparates. Nunca habíamos visitado un lugar donde los escaparates estuvieran tan cuidados, merecían detenerse ante ellos y disfrutarlos como pequeñas obras de arte.

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Y será por eso que el Karma me castigó, y tras dormir en el aeropuerto por la imposibilidad de llegar a punto por la mañana (no había transporte público a la hora que necesitábamos), perdimos el avión. Oh, sí. Yo, que soy tan ordenada y maniática con los papeles, me confundí con la hora de embarque y cuando llegábamos a mostrador acababan de cerrar las puertas… No me lo podía creer. Así, tal cual. Nuestro vuelo barato (20 euros!) y la noche durmiendo sobre la maleta no habían servido de nada. Así que tras peregrinar por el mostrador de Ryanair la única solución era comprar billetes nuevos, a otro destino, y caros. Y así fue como, la tarde de Reyes llegábamos a Madrid, en lugar de a Barcelona y volvíamos en Ave a casa, tras haber dinamitado nuestro presupuesto. Consejo viajero: hay que llevar siempre una tarjeta con dinero, para imprevistos y emergencias… Aún así, el viaje nos dejó muy buen sabor de boca, tanto que queremos volver (en verano) y ampliar la visita a otras ciudades, como Lovaina o Amberes. Ya os lo contaremos.

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Sin rumbo para encontrarnos…

Llevamos más días de lo habitual sin publicar,  pero tenemos un buen motivo: estamos de viaje. Además queríamos probar otra forma de hacerlo, sin rumbo, sin prisas y, sobre todo, sin lastres. Acercarnos todo lo posible al concepto de «slow-travel», al viajero minimalista, por lo que el proceso de preparación comenzó bastante tiempo antes de lo habitual, pues habia que preparar, sobre todo, la cabeza. Habrá material de sobra para hablar sobre ello. Decidimos dejar en casa lo máximo, incluida la cámara de fotos, y sobrevivir sólo con el telefono y su cargador para el coche, así que nos olvidamos de buscar enchufes. Como inconveniente, no siempre es fácil encontrar una buena conexión  (Hola? Siglo XXI… Mundo rural…) El caso es que salimos de casa hace diez días, sin destino ni rumbo fijo, y sólo una idea: ir despacio. Y así, tras dormir en el Pirineo aragonés en casa de nuestra amiga Eva, quien nos ha inspirado y ayudado con el tema logístico,  cruzamos la frontera por los pueblos y castillos cátaros, aquellos que serían tan castigados durante la cruzada albigense del siglo XIII y que nos ha dejado castillos tan imponentes como el de Foix, y plazas tan maravillosas como la de Mirepoix.

 

Y de ahí, por la maravillosa carretera que pasa por el encantador pueblecito de Fanjeux, hasta Carcassonne. Tal vez sea una rehabilitación sobreactuada, pero nunca nos cansamos de recorrer sus callejuelas.

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Poco después llegamos a Narbona y su casco medieval, y entramos en la Provenza romana,  donde nos seducen los teatros y templos de Nîmes, la impresionante Arlés, Saint Remy de Provence o el teatro de Orange.

 

Y, por supuesto, Avignon, que a pesar de su monumentalidad, nos gustó menos de lo esperado.

Los campos de lavanda se resistían. No sería hasta el final de esa etapa cuando encontrásemos alguno, todavía sin alcanzar su plenitud, dadas las fechas. Pero aún así, de una belleza especial.

 

Estábamos en un cruce de caminos y tocaba elegir: o la carretera costera o los Alpes, y lo tuvimos claro: montaña.

Los Alpes provenzales nos recibieron con la fiesta de la trashumancia, ferias y tradiciones y un paisaje cada vez más bello.

 

Y llegó la frontera de nuevo. Esta vez, Italia.  Por los puertos de montaña, curva tras curva por el Col de Larche entre lagos y praderas hasta Cuneo, nuestra primera ciudad en suelo de la Italia continental, un pequeño aperitivo de Torino, la ciudad desde la que escribimos y donde pasaremos el fin de semana, fiestas de San Giovanni. Pero eso, ya os lo contaremos en otro momento.

 

Seguimos en la carretera.

Annecy, la Venecia de los Alpes

Estando en Chambery, teníamos claro que nuestra primera escapada sería a Annecy. Aunque apenas habíamos visto este destino en otros blogs o webs de viajes, es bien conocida en Francia por su rico patrimonio y su excelente ubicación, a los pies de los Alpes, y porque es surcada por los canales del Lago Annecy, dándole un carácter único, sólo comparable al de la ciudad italiana, con la ventaja de que aquí no hay gondoleros ni serenatas, lo que es de agradecer.

 

A mitad de camino entre Chambery y Ginebra, apenas una hora en coche. Como casi siempre en Francia, este tiempo puede acortarse si tomas la autopista de peaje, pero tiene mucho más encanto si vas por la nacional. Annecy es una muy  buena opción para visitarla desde cualquiera de las dos ciudades, aunque, como todo lo turístico, el encanto aparece cuando se vacían sus calles. Pese a que no somos amigos de las visitas de ida y vuelta en el día, esas que apenas te dejan tiempo para hacer el recorrido propuesto por el folleto, que hace todo el mundo, y las fotos de rigor, el casco antiguo de la ciudad es pequeño, y visitable en unas horas. Si no tienes mucho tiempo, madruga o ve a última hora de la tarde, cuando desaparezcan los cruceros y las mareadas de turistas, y piérdete por sus calles empedradas. Lo agradecerás.

Quique haciendo foto

 

Annecy es mucho más que un par de calles bonitas: es una ciudad con una muy larga historia, y sabe cómo contarla. Por supuesto, también es «Ville d’Art et Histoire«. Todo su centro histórico se conoce como Le Vieil Annecy, y son las calles que discurren a ambos lados del Thiou, el desagüe natural del lago. No confundir con Annecy-le-Vieux, primera población y hoy barrio de la ciudad (para evitar líos con el gps y las señales).

 

El Palace de l’Isle del siglo XII, también llamado «viejas prisiones», es el monumento símbolo de la ciudad, y dicen que uno de los más fotografiados de Francia. Es un bastión que impresiona por su sobriedad y carácter de fortaleza en su parte trasera, y que, al rodearlo y descubrir su extremo en forma de quilla de barco, en medio del agua de los canales, da una imagen mucho más amable y simpática. Por eso es, sin dudarlo, centro de miles de fotos, «selfies», autoretratos y todo lo que nos podamos imaginar. Lo difícil es hacerle una foto sin gente.

 

El Castillo de Annecy, antigua residencia de los condes de Ginebra (que nosotros pillamos cerrado por ser martes, día de cierre semanal) pese a la cuesta, da otra perspectiva de la ciudad, menos restaurada, más auténtica, con fachadas sin enlucidos de colores ni arcadas abiertas en los bajos.

 

La calle  y puerta de Sainte-Claire y sus románticos arcos de los siglos XVII y XVIII, siguen acogiendo comercios. Para nosotros, es la calle donde más se nota la influencia italiana, las persianas venecianas, las fachadas de colores… la riqueza de la tierra fronteriza y sus mezclas. La multiculturalidad, que llaman desde hace un tiempo…

 

Y, por supuesto, la Rue Royale. Donde algunas casas aún conservan el embarcadero propio. Y donde hemos visto la mayor densidad de restaurantes por metro cuadrado, pese a la escasa anchura de las calles laterales.

 

Pero si, como os decimos, salís de las vías principales, descubriréis la Annecy donde vive la gente. Es sólo ir una calle más allá, salir del «decorado» de la calle que entra y sale al lago y su desembarco continuo de cruceros, y sentir el ritmo de la auténtica ciudad, y sus gentes. Un ciudad amable, y nada cara, por cierto, contra todo pronóstico.

 

Seguid el curso del agua, hasta llegar al lago…

 

Y cuando todo se tranquilice (veréis a la gente embarcar de nuevo) volved a entrar en la ciudad, esta vez sí, para recorrerla a gusto. Las terrazas se habrán vaciado y el ritmo volverá a ser pausado. Recorreréis las mismas calles que unas horas antes, y no reconoceréis haber estado en el mismo lugar.

 

Y entonces sí, disfrutando de cada detalle antes desapercibido, os iréis con la sonrisa de haber disfrutado de la ciudad, a pesar de todo.

 

Y después, siempre queda la duda: ¿visitar lo más turístico sí o no? ¿Pelear con cientos de personas por hacer la misma foto que todos, o salirte del mapa y buscar en la carretera otros lugares? Una constante latente durante este viaje, que irá marcando nuestras decisiones.

Lisboa, muito obrigados (I)

Cuando un viajero se enfrenta a ciudades conocidísimas, capitales «que hay que visitar» y lugares «que no te debes perder» tiene dos opciones, o sigue la guía de imperdibles a rajatabla, o se relaja y, pasando de todo, intenta disfrutar del lugar, conocerlo a fondo, salirse de lo establecido. Y así nos lo planteamos con Lisboa, la capital europea más decandente y encantadora. La capital de ese país vecino e injustamente ignorado, Portugal.

Un vuelo barato desde Barcelona, en septiembre de 2014, y un sencillo hotel en un barrio normal, fuera de las aglomeraciones y de lo turístico, fueron una buena elección: estábamos a 20 minutos de paseo del centro,  desayunando en un bar de barrio, de los de toda la vida, donde se conocen los parroquianos. Además, tenían los mejores pastelitos de Belem que probamos, y por mucho menos que en las pastelerías. Y el café.. ummm el café… Nos encanta, y en Portugal saben cómo hacerlo. La verdad es que comimos bastante bien, y no teníamos que buscar mucho para encontrar precios ajustados. Cascos de batata, Bacalao a bras, pescado y marisco, buena repostería… Unos platos que, vistas las imágenes al tiempo, seguimos sin creernos que entraran en nuestro presupuesto.

 

Por algún motivo, siempre que te sentabas en una mesa sabías que ibas a comer bien, y así era. Tal vez fuese la confianza que te dan los lisboetas, gente tranquila, sencilla, noble. Amables con el visitante, pese a que el centro estaba atestado de gente aquella semana, nadie tenía una mala cara o mal gesto. Les gusta su ciudad, se sienten orgullosos de ella, y les encanta que la visiten. Y con razón.

 

Si hay algo que marque la vida de la ciudad, es el tranvía. El más conocido es el 28, por hacer un buen recorrido turístico por los barrios más altos (Lisboa, como Roma, se levanta sobre diferentes colinas) y algunos de los lugares más visitados. Siempre es una buena idea subirse, y eso mismo piensan todos los turistas que hacen largas colas cada día para subir a un tranvía lleno y hacer fotos borrosas. Si quieres un consejo, coge el último tranvía del día, poco antes de las 22.00h. Irás prácticamente solo, la ciudad de noche es preciosa, y disfrutarás del trayecto (2,85 euros).

 

Lisboa es decadente, si. Pero muy fotogénica. Es una belleza triste y serena. Mil detalles en los que deleitarse con la cámara. Y sus azulejos… Nunca te habías percatado de su discreta belleza, hasta que vas a Lisboa, y aprecias el trabajo que conllevan, las técnicas, el hacerlos uno a uno…

 

Lisboa suele estar abarrotada de gente, pero, por fortuna, sigue teniendo millones de rincones por los que poder escaparte y disfrutar de ella casi en solitario. Habrá segunda parte.

Viena, capital de la vieja Europa

Siempre hay una primera vez, un momento que marca un antes y un después. Para mí, uno de esos momentos fue el viaje a Viena del año 2012, centenario del nacimiento de Gustav Klimt. Un viaje que puede parecer normal, al fin y al cabo, ni siquiera es salir de Europa, pero que las circunstancias convirtieron en algo único. No era un viaje más, era el primero de muchos, y con el mejor compañero de andanzas. Por eso abre este blog.

Desde entonces, todos los viajes han seguido una temática, un hilo conductor que nos llevaba de un lugar a otro por una razón concreta. Un criterio para moverte por lugares desconocidos, eligiendo qué ves y qué no. Es fácil cuando te gusta el arte. Viena, para nosotros, era Modernismo, era ese Art Nouveau que florecía en Europa antes de la gran guerra. Cuadros, frescos, muebles, arquitectura… todo rompía con aquella Europa decimonónica que olía a rancio armario y moños empolvados. Y ese iba a ser el contexto de nuestra visita a la capital austriaca. Bueno, ese y los cafés vieneses, Patrimonio de la Humanidad, donde esperábamos tomar los mejores cafés, acompañados de los pasteles más deliciosos.

Llegar fue fácil, un vuelo casi barato nos llevó desde Barcelona hasta Viena, donde nos alojaríamos en una habitación de residencia de estudiantes, reconvertida en hotel durante el verano, algo muy común. No tenía grandes lujos, pero para dormir y ducharnos era más que suficiente.

Un primer paseo al caer la tarde nos daría una buena primera impresión de Viena, aunque había algo, que no identificábamos, que no cuadraba. Aún así, era una gran ciudad centroeuropea, en una buenísima tarde de mediados de septiembre. Descubrimos buenas cervezas, cafés con más fama que sabor y que el plato nacional es el escalope a la milanesa. Eso sí, los escaparates de las pastelerías era irrepetibles y comer salchichas por la calle, un deporte nacional.

 

 

 

Callejeábamos buscando perlas escondidas de modernismo como la Apotheke o la Secesión Vienesa. Y tras varios días por Viena nos dimos cuenta de lo que no encajaba en la ciudad: era todo absolutamente igual. Las fachadas, muchas iglesias, todas las cúpulas que se alzaban en su cielo, eran iguales. El gran reinado de Franz Joseph I (de 1848 hasta su muerte, en 1916) se materializó en tirar gran parte de la ciudad y volver a levantarla al gusto de la época. Grandiosa sí, pero monótona hasta aburrir en su anchas calles, diseñadas para coches de caballos, amplias puertas (con el mismo motivo) y blancas fachadas coronadas con cúpulas de verde bronce. Se salvaron escasos monumentos de la fiebre imperial, la catedral de St. Stephan (hoy rodeada de edificios nuevos) la iglesia votiva o el ayuntamiento gótico (Rathause). Así, no queda prácticamente nada anterior a la época imperial.

El Naschmarkt está muy cerca del edificio de la Secesión Vienesa. Es uno de los grandes mercados europeos, el que más se parece a los mercados latinos o asiáticos, por su colorido y variedad.

Nuestro viaje consistió en visitar todo cuanto pudimos sobre Gustav Klimt; perdernos por los inmensos museos vieneses, descubrir su edificaciones modernistas y un par de escapadas a ciudades cercanas: Melk y su monasterio barroco y Bratislava, capital de Eslovaquia. Y cómo no, visitar los cafés de Viena, Patrimonio de la Humanidad, por haber sido lugar de encuentro y charla de la burguesía europea de finales del XIX.