Un caracol zapatista y una lección de vida

Segundo intento. hoy tiene que salir bien, no vamos a quedarnos más en SanCris, porque a Quique no le gusta la ciudad y ya lleva días queriendo salir de ella (llevamos una semana). El colectivo, hoy sí, nos deja en el punto de la carretera (llamarlo parada es ser muy optimista) donde se encuentra el control de acceso. Dos hombres con pasamontañas nos atienden tranquilamente, rellenan un formulario con algunos datos y nos van preguntando amablemente, mirándonos con sus ojos negros y vivos, el único contacto visual que tenemos con la persona que está bajo la capucha. Pero inspiran confianza.

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Nos toca esperar un rato mientras la Junta de Buen Gobierno decide si podemos entrar y vamos viendo al fondo gente ir y venir, hoy hay asamblea en el caracol. Cuando vuelve nuestro amigo nos dice que tenemos autorización para entrar y conocer, pero que la Junta está muy ocupada para atendernos y responder nuestras preguntas.

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Al entrar nos asignan un acompañante, que parece más joven y habla muy poco español, por lo que casi todas las preguntas que le hacemos quedan sin respuesta, pero es muy amable con nosotros. Notamos, igual que con los anteriores, su tranquilidad. Su tiempo vital va a otro ritmo. Tal vez ellos también noten el nuestro, agitado siempre, como occidentales.

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Nada más comenzar vemos la clínica médica y las ambulancias. Nos explican, orgullosos, que los trabajadores son miembros de la comunidad, y que todos son indígenas. «Cuando hicimos la revolución queríamos médicos, maestros, enfermeras… no podíamos imaginar que 20 años después serían nuestro propios hijos esos médicos, maestros y enfermeras».  La calle principal está ocupada por los edificios comunitarios, muy sencillos pero llenos de murales y mensajes.

 

Oventic resulta ser tal y como lo esperábamos, sencillo y humilde, pero digno y orgulloso a la vez. Por eso, esta entrada tendrá poco texto, no somos nadie para explicar la revolución zapatista, la dignidad de la lucha indígena, de la lucha de los pueblos por la libertad. Que sus muros hablen por ellos.

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No lo sabíamos, y lo descubrimos después, por eso lo compartimos. Cada 31 de diciembre, el mundo zapatista celebra el aniversario de su revolución, abriendo los caracoles a todo el mundo. Los compañeros de Plan B Viajero estuvieron, y lo cuentan en esta entrada.

El timo de San Juan Chamula y un intento fallido de visitar un caracol zapatista.

De viaje no todo sale bien, ni mucho menos. Que sólo subimos las mejores fotos y contamos las anécdotas merecedoras de ello, a toro pasado, es algo que todos hacemos. Que hay horas muertas y días tontos, también: nadie aguantaría 24 horas 7/7 días de máxima adrenalina y emoción. Pero esas ocasiones en las que todo se tuerce , hasta convertirse en imposible, y no consigues tus objetivos, por pequeños que fuesen, ocurre más a menudo de lo que parece, y se cuenta mucho menos de lo que se debería. Así que hoy os contamos el día que nos sentimos más engañados y al día siguiente, cómo nos tomamos cada uno la misma avería mecánica: o un monumental cabreo o disfrutar del nuevo itinerario descubierto. En fin, problemas del primer mundo: enfadarte por un retraso en un viaje, cuando tienes todo un año para viajar.

Bueno, vayamos por partes. Que timos y tongos hay por todas los sitios, ya se sabe. Pero aquí, incautos de nosotros, nos pilló por sorpresa.

San Juan Chamula, su iglesia y sus ritos son famosas, y al estar tan cerca de San Cristóbal de las Casas, es excursión obligada para todo el que pasa por Chiapas. La iglesia por fuera es colorida, de mayor tamaño que las más próximas, pero tiene poco más de especial. Eso sí, hay un señor con una mesa, en la entrada, cobrando 20 pesos a cada uno. Dudamos, es relativamente caro, pero hemos ido hasta allí sólo para eso, así que entramos. La primera impresión resulta acogedora, con la luz velada, y llama la atención que la iglesia está «desmontada»: no hay bancos, ni retablo ni ningún otro mueble. Los santos están en vitrinas, a ambos lados del templo, en fila. El suelo está cubierto por una alfombra de hojas de pino, que dan un olor fresco al lugar y cientos de velas por todas partes. La iglesia está tranquila, con algunas pocas personas rezando, pero pronto se llena de grupos de turistas que entran y salen ruidosamente, todos con su guía.

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San Juan Chamula, el negocio de la iglesia.

Molesta que no permitan hacer fotos en el interior, pero sí visitas guiadas a grupos numerosos que entran, salen, hablan, gritan… sin reparo ni cuidado y empezamos a ver el plumero del negocio… sospechamos de los parroquianos que rezan, y decidimos sentarnos en un rincón a observarlo todo mejor. Como no llevamos guía, nadie nos apremia a salir. Pronto vemos que los «oradores» van y vienen de manera casi organizada, cuando acaba uno ya hay otro empezando justo a su lado, y en todo momento hay una persona, al menos, matando una gallina, negra, por supuesto, o haciendo al menos que cacaree estruendosamente, para volver a guardarla en una bolsa de plástico, también negra, hasta que aparezca el siguiente grupo. De hecho, están más pendientes de vigilar la puerta de entrada que de cualquier otra cosa. El ruido va en aumento, así como el número de grupos que entran y salen. Primero decepción y luego cabreo, así que salimos de allí. Acabamos de asistir al timo de convertir en teatro  comercial algo que se describía como experiencia única y original, un rito casi sacrílego y secreto, muy difícil de encontrar.

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Plaza de San Juan Chamula

El pueblo no ofrece mucho más, ni siquiera es día de mercado, así que pasamos un rato en la plaza y volvemos a San Cristóbal. El tiempo estos días está siendo fresquito, y siempre apetece pasear por sus calles. Al día siguiente tenemos un gran plan. Era uno de los días más esperados de todo el viaje, más que cualquier otro yacimiento o ciudad, una de las pocas ideas que teníamos fijadas antes de salir de España: queríamos visitar un Caracol zapatista.

Oventic lo descubrimos en un foro (cuánto le debemos a internet) porque, como pasa siempre, la información al respecto es escasa y siempre te lleva a lo mismo, y como dice Quique, suele ser lo más caro y lejano. Pero Oventic está a apenas 14 km de SanCris y abre sus puertas a cualquiera que lo quiera visitar sinceramente. En el mercado nos cuesta muchas preguntas y vueltas encontrar el transporte  (para ir a San Juan Chamula el día anterior no tuvimos ni que esforzarnos). Tardamos un rato en salir, hasta que se llenó el vehículo y recogimos algunas mercancías. Emprendimos viaje, ascendiendo por la imponente sierra. Pasamos por Chamula, y descubrimos, al pasar por otros pueblos cercanos, que todos los de la zona tienen el mismo modelo de iglesia (alguno con la puerta abierta nos permitió comprobar que el interior, también), aunque de menor tamaño. El rito y la tradición deben ser iguales en toda la zona, pero Chamula ha sabido hacer negocio con los turistas. O los concentran a todos allí, y así el resto están tranquilos, quién sabe…

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Sierra Lacandona, corazón de Chiapas.

Total, que íbamos pensando en todo esto cuando nos damos cuenta de que ya llevamos buen rato de viaje, para lo cerca que íbamos. De repente, la combi se para: acabamos de perder varias cajas de la mercancía. Quique se bajó y le ayudó a recogerlo, recolocarlo y continuar viaje… Era todo pan de San Cristóbal, que debe ser famoso en la zona: una especie de bollos dulces, adornados de mil maneras diferentes y que olían deliciosos. Pero no probamos ni uno. Y empezamos a descender la sierra… al llegar a la siguiente parada y preguntar al conductor, reconoce que se ha olvidado de nosotros, y Oventic se nos quedó atrás. Se disculpa y nos convence de volver con él y dejarnos en nuestro destino, pero son ya más de las 13.00 y no creemos que nos dé tiempo de visitar el Caracol. Mi cabreo es monumental. Nos ha jodido el día, llevamos 3 horas de viaje para nada y nos quedan otras tantas de vuelta. Voy pensando en lo que me está costando el viaje, en lo cuesta arriba que se me hace muchas veces, en que debo ser un lastre para el compañero, el calor me mata, me cuesta adaptarme a muchas circunstancias y ambientes. Quique prefiere disfrutar de la zona que estamos descubriendo, pues hemos cruzado toda la Sierra Lacandona, y si no hubiese sido por este error, nunca habríamos descubierto estos paisajes. No se cumplió el objetivo del día, pero hubo otro alternativo. Y es entonces cuando llega lo mejor, subiendo la sierra de nuevo se rompe una correa del vehículo, y nos deja completamente tirados. Un día perfecto. Ya ni me molesto en quejarme o decir nada: hemos perdido la jornada para nada. Al rato nos recoge otro colectivo y conseguimos volver al hostal a las 16.30 horas, sin haber hecho nada de provecho, más que sumar una anécdota.

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La combi averiada.

Hoy, escribiendo con perspectiva, me doy cuenta de cómo exageré, aunque era algo que se iba acumulando desde el principio del viaje. El calor, los momentos de bajón (que cada vez eran más) el cansancio de que cada día fuese una maratón de buscar información, elegir los sitios, regatear precios y encajar horarios… A menudo tengo el mismo pensamiento: «Este viaje debería haberlo hecho diez años antes y tal vez he apuntado demasiado alto…»

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La vida a través de la ventana de una combi.

A la vuelta buscamos un sitio para comer, y ningún puesto del mercado nos convence. Recordamos una pollería junto a la iglesia de Guadalupe, y aunque hay un buen trecho, vamos. Merece la pena. Un pollo asado allí mismo, al fuego, el local está calentito, espectacular y con un acompañamiento rico. Somos incapaces de comernos todo lo que nos ponen, así que aún nos llevamos víveres para sobrevivir al día siguiente. Tras descansar toda la noche (duermo demasiado) nos levantamos de mejor humor y dispuestos a intentarlo de nuevo. No nos vamos de aquí sin visitar el Caracol. Aunque eso, merece una entrada completa para él.

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Pollo rostizado, solución a todos los problemas durante nuestro viaje.

Ocosingo, Toniná y San Cristóbal de las Casas. El corazón de Chiapas.

Es 29 de octubre (de 2015) y damos un último paseo por Palenque. Nos llaman la atención los cementerios, tan coloridos y cercanos a las localidades que parecen más bien parques o jardines. La fiesta de muertos está muy próxima, pero hoy sin quererlo hemos ido más allá: nos hemos encontrado con un funeral y, aún mariachis incluidos, nos da apuro molestar y nos retiramos. Al día siguiente partimos hacia Ocosingo, donde nos espera de nuevo alojamiento de Couchsurfing, en casa de Rafa. El viaje son un par de horas en combi por una carretera que sube la Sierra Lacandona, a base de curvas y más curvas. El paisaje es tan bonito que apenas hablamos en todo el recorrido, sólo miramos.

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Ocosingo resulta ser más grande de lo que pensábamos (nos hablaban de ella como si fuese un pueblo) y es sede de la Universidad Tecnológica de la Selva. De hecho, nuestro anfitrión es un joven estudiante de ella.  Como él tiene clase y nosotros llegamos a media mañana, nos quedamos por la plaza central, pues con las mochilas a cuestas no tenemos mucha libertad. Nos comemos unos tacos, nos refrescamos con unas paletas de piña y observamos curiosos una infinidad de grupos diversos, montando una especie de altares. Ese iba a ser nuestro primer contacto con el tema, o mejor dicho, la fiesta, y ahí conocimos a una nueva compañera de viaje: La Catrina. También sentimos, aún sin saber por qué, que las calles que recorremos guardan una historia, algo que en ese momento no comprendemos y que nos costará descubrir. Aquí tuvo lugar la única batalla entre el EZLN y el ejército mexicano, y esa huella está presente, de forma velada, en cada rincón.

Rafa llegó puntual a buscarnos y llevarnos a su pequeño apartamento de estudiante, donde pasamos el rato hablando de política, literatura, anécdotas y viajes hasta que cae el sol y salimos. Quiere enseñarnos la fiesta. El cementerio está decorado como si fuera una feria, con puestos de comida y música, pero cerrado todavía. Volvemos a la plaza, donde la luz de las velas ha cambiado por completo la imagen de los mismo altares que hemos visto unas horas antes. Llegamos a casa y acabamos la noche con cervezas y más gente de la que parecía caber en el apartamento, echando unas risas. Aprendimos, por ejemplo, que aunque aquí nos digan lo contrario, beber «Sol» no es beber cerveza mexicana. De hecho, ni siquiera es beber cerveza. Vamos, como la Cruzcampo de aquí.

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Al día siguiente madrugamos para ir a Toniná. Aunque Rafa nos ofrece dejar las mochilas en casa, no nos fiamos porque puede ser luego un lío si al volver del yacimiento no hay nadie en casa, así que las cargamos y nos despedimos. Descubrimos que no se ha ido de vacaciones a su casa por hospedarnos, así que no vamos a retrasarle más sólo por guardarnos el equipaje hasta nuestra vuelta. Es curioso, pero con las pocas horas que pasamos juntos, conectamos, y todavía hoy seguimos en contacto en redes sociales.

Sabemos que allá no hay taquillas, pero ya nos inventaremos algo. Cogemos el colectivo en el mercado (parece que en todas las ciudades sale del mismo lugar) y nos vamos. Desde la carretera vemos Toniná, majestuosa ciudad maya. Tenemos suerte y resulta que sí hay taquillas, la combi para en la misma puerta y no pagamos entrada porque no hay taquillero; incluso el museo tiene libre acceso. No recordamos un día en el que hayan salido bien tantas cosas seguidas.

Entramos de buen humor. Sabemos que Toniná, pese a su importancia, es un yacimiento poco visitado, así que esperamos verlo tranquilamente. Caminamos algo más de un kilómetro cruzando lo que parece ser un rancho hasta la entrada del yacimiento. Toniná es, sin duda, lo más majestuoso que hemos visto hasta el momento. Una ciudad completa, construida en la falda de una montaña, representando los siete niveles desde el inframundo (los túneles o basamentos) hasta el cielo (templos del Sol y la Luna). Tenemos total libertad para meternos por donde queramos, todo está abierto y es accesible, no hay nadie, ni siquiera vigilantes: estucos, policromías, pasadizos… Una verdadera ciudad entera y muy bien conservada, para nosotros. La escalera que accede a la parte más elevada, bajo el sol mexicano, es un reto para el vértigo. Pero es maravillosa. Absolutamente maravillosa.

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A la salida entramos en el museo, que cumple con su objetivo: ayudarte a comprender lo que has visitado, la vida de la ciudad, la sociedad que la habitaba. La gestión del yacimiento, en territorio del EZLN, es la mejor que veremos en todo el país.

Y volvemos a Palenque, para tomar otra combi, que nos tiene que llevar a San Cristóbal de las Casas. La carretera está tranquila, pese a las amenazas de «bloqueos». Confiamos que, al viajar en transporte colectivo (solemos ser los únicos extranjeros) no tengamos problemas.

En San Cristóbal también hemos encontrado hoster de Couchsurfing. pero para un par de días no más. Lo mejor de aquella estancia fue coincidir con otra pareja de españoles, Ana y Adrián, que entonces estaban inmersos en la aventura de recorrer América en bicicleta, desde Canadá hasta Perú. Hacemos buenas migas enseguida y salimos a recorrer la ciudad.

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SanCris vive por y para el turismo. La capital de Chiapas es uno de los destinos más famosos entre los mochileros y viajeros que pasan por México. Así, al orgullo indígena de sus habitantes, se une la mezcla de culturas de toda la gente que pasa por allí. Pero también muestra, si lo quieres ver, el orgullo zapatista, de aquellos meses en que Chiapas fue el centro del mundo y plantó cara al capitalismo con una revolución escrita en verso.

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