Gante, Brujas y Bruselas en navidad

La única vez que hemos pasado el fin de año lejos de casa fue para hacer este viaje. Nos apetecía mucho hacer algo diferente, disfrutar de los mercados navideños y de la iluminación de alguna ciudad europea. Como los típicos destinos resultaban caros, elegimos Bélgica por comodidad y precios (los billetes de avión nos salieron muy baratos, volando el día 31 y volviendo el día 5). Además, esta posibilidad no nos limitaba a un único lugar, pues resulta muy cómodo y económico moverse entre las tres ciudades con el tren, así que puedes llegar a un aeropuerto y volver desde otro, visitando diferentes zonas del país sin hacer muchos kilómetros. La única pega es que se nos hizo corto, sobre todo para visitar las ciudades tranquilamente, por lo que nos quedamos con las ganas de volver, especialmente a Brujas, que nos enamoró.

Nosotros empezamos el viaje en Gante, y tuvimos la suerte (porque no fue buscado) de tener el alojamiento junto al puente de San Miguel, lo que nos permitía ir y venir paseando a cualquier hora del centro de la ciudad al alojamiento y disfrutar de esto:

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El puente se levanta sobre uno de los canales que recorren la ciudad (nunca he estado en Venecia y ya llevo visitadas varias ciudades europeas con canal) y une los dos muelles, de pasado comercial, el Graslei  (de las hortalizas y hierbas) y el Korenlei (del trigo). De ese pasado mercader y comerciante de los Países Bajos tan famoso hoy quedan estos dos paseos enfrentados, llenos de bares y restaurantes en los bajos. Son, sin duda, el lugar más fotografiado de la ciudad.

 

El puente es el lugar para la imagen perfecta, que lo abarca casi todo: la iglesia de San Miguel, el Belfort (torre del campanario civil, que nada tiene que ver con los campanarios religiosos, y que están declarados Patrimonio de la Humanidad) la torre de la catedral (andamiada) y alguna fachada típica, además de la noria del mercado navideño.

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Aunque el casco antiguo es pequeño y mucha gente sólo visita la ciudad un día, merece mucho más. Cualquier rincón, cervecería o tienda son una buena excusa para detenerse y disfrutar del ambiente de esta ciudad universitaria. Nosotros lo hicimos desde el primer momento, aunque cuando llegamos ya no había luz (ni gente), no nos decepcionó.

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Al día siguiente, Año Nuevo, paseamos tranquilamente la ciudad, y no estábamos tan solos como pensábamos, pues a media mañana ya se empezaban a ver gente por las calles. El silencio de la fría mañana nos permitió fijarnos mejor en los detalles de las fachadas, los embarcaderos, los puentes sobre el canal, la casa del gremio de albañiles…

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Y aunque es un tópico, no dejamos de dar un paseo en barca, lo que nos dio otra perspectiva de la ciudad que ayuda a comprender mejor su vida y ritmo, marcados por los canales y el comercio que la hicieron florecer…

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También tuvimos tiempo para salir del centro, del circuito histórico, y descubrir la ciudad más alternativa e imperfecta y sus callejones llenos de graffittis.

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Nuestro tercer día fue para enamorarnos de Brujas, y eso que Gante nos había gustado mucho. Brujas, que deriva de la palabra brug, puente, es otra ciudad canalizada de Europa (jódete, Venecia). Un breve viaje en tren sirvió para pasar de una ciudad a otra de la manera más cómoda. Desde la estación fuimos paseando hasta el centro de la ciudad, algo muy recomendable, a través del paseo extramuros que hoy es un parque, y donde se encuentran los molinos de Kruisvest, hasta llegar a la Kruispoort (Puerta de la Santa Cruz).

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Una vez cruzada la puerta, ya no teníamos rumbo fijado, mas que pasear y callejear. Brujas presume de tener uno de los cascos históricos mejor conservados de Europa (declarado Patrimonio de la Humanidad) pero la verdad es que cualquier calle o casa resultan fotogénicas.

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La ciudad es, sencillamente, perfecta.

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El centro de la ciudad está dominado por las Marketplatz, la GroteMarkt (Plaza Mayor) y el Belfort. Mercados navideños, puestos de comida y cervecerías llenaban las calle, pero pese a su carácter turístico y que era navidad, no nos pareció una ciudad agobiada de gente.

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El último día del viaje era para Bruselas, ciudad desde la que volaríamos de regreso. Le dedicamos el tiempo mínimo, y no me arrepiento, pues me gustó tan poco como esperaba. Exceptuando la Grande Place, Bruselas resulta una ciudad de funcionarios gris y sosa, con algunos contrapuntos ordinarios, haciendo un contraste de difícil digestión. Nada parece auténtico en ella, salvo las chocolaterías, así que nos decantamos por recorrer las tiendas más céntricas y todos sus mitos: Tintín, chocolate, papatas fritas y Manneken Pis, la figura que resume perfectamente lo que pienso de la ciudad.

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Y sí, el espectáculo de sonido y luces de la Grande Place es bonito, pero ya.

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Y vamos a ser sinceros, hacía frío. Viajar en invierno acorta las horas aprovechables, hay menos luz y toca organizarse mejor el tiempo. Además, los horarios europeos suelen cerrarlo todo a media tarde, por lo que quedan horas por delante con las que no sabes qué hacer. Pero teníamos un plan: cerveza, chocolate y comer. Disfrutamos de la sopa del día que ofrecían los restaurantes a mediodía, de cada chocolate caliente, infusión o crêpe, de las cervezas, las patatas fritas… y de una nueva afición, que sólo se nos ha dado en este viaje: los escaparates. Nunca habíamos visitado un lugar donde los escaparates estuvieran tan cuidados, merecían detenerse ante ellos y disfrutarlos como pequeñas obras de arte.

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Y será por eso que el Karma me castigó, y tras dormir en el aeropuerto por la imposibilidad de llegar a punto por la mañana (no había transporte público a la hora que necesitábamos), perdimos el avión. Oh, sí. Yo, que soy tan ordenada y maniática con los papeles, me confundí con la hora de embarque y cuando llegábamos a mostrador acababan de cerrar las puertas… No me lo podía creer. Así, tal cual. Nuestro vuelo barato (20 euros!) y la noche durmiendo sobre la maleta no habían servido de nada. Así que tras peregrinar por el mostrador de Ryanair la única solución era comprar billetes nuevos, a otro destino, y caros. Y así fue como, la tarde de Reyes llegábamos a Madrid, en lugar de a Barcelona y volvíamos en Ave a casa, tras haber dinamitado nuestro presupuesto. Consejo viajero: hay que llevar siempre una tarjeta con dinero, para imprevistos y emergencias… Aún así, el viaje nos dejó muy buen sabor de boca, tanto que queremos volver (en verano) y ampliar la visita a otras ciudades, como Lovaina o Amberes. Ya os lo contaremos.

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Vitré, Ciudad de Arte e Historia.

Victor Hugo la definió como «una villa gótica, completa y homogénea, como aún quedan algunas: Nuremberg en Baviera, Vitoria en España o Nordhausen en Prusia» y ciertamente, ha sido de las pocas que se salvó de la devastación de los bombardeos durante la II Guerra Mundial en esta zona. Ciudad de Arte e Historia, Vitré ha sido una de nuestras primeras visitas, y no defraudó.

Vitré es su fortaleza, y la fortaleza es Vitré desde el siglo XI, cuando determina su perfil y marca su personalidad. Aunque, eso sí, el castillo impresiona más de lejos y desde fuera, en comparación con el pueblo que lo acoge. Al llegar a él descubriréis una gran explanada por patio, una parte dedicada a ayuntamiento y otra a museo, y apenas nada de lo que debió ser su uso original. Pero eso no le resta magnificencia en cuanto a tamaño, el castillo y la muralla de la fortaleza separan claramente el burgo viejo del nuevo Vitré.

Un pueblo pequeño adosado a semejante castillo y murallas, nos da una idea de como debían ser en la Edad Media lo que hoy conocemos como burgos: calles estrechas y con cuestas, casas desordenadamente amontonadas y que han ido recreciendo estancias y piedra, mucha piedra.

 

La iglesia, aunque leáis en las guías que es de estilo «gótico flamígero», viste más por su nombre que por la arquitectura. De hecho, apenas le hicimos fotos al exterior. Nos llamó más la atención su interior, con la bóveda de la nave central en forma de quilla de barco invertido (algo tan repetido en cualquier zona marinera) finamente pintada, y los restos de unos frescos, que debieron ser bellos, en un inadvertido rincón.

 

Sus calles más céntricas guardan la esencia de lo que fue Vitré entre los siglos XV y XVII, albergando comercios tradicionales en los bajos de las casas desde hace siglos, cuando las mejores familias de la villa se dedicaban a comerciar con telas en Europa, y después también con América.

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Esta pujanza se ve reflejada en la arquitectura, con casas notables en diferentes estilos y épocas. Desde las más tradicionales en Bretaña, construidas con el omnipresente pan de bois…

 

…fachadas de transición, que mezclan madera y piedra, dando seguridad a las ciudades, pues era un muro cortafuegos, intentando evitar incendios como el que destruyó casi en su totalidad Rennes en 1720, y que se llevó por delante la mayoría de edificios construidos sólo mediante pan de bois

 

…llegando al Renacimiento, con el protagonismo absoluto de la piedra…

 

…hasta la época más reciente, y la introducción de la forja decorativa.

 

Pasearla es todo un placer para los sentidos. Y, por supuesto, es un lugar magnífico en el que encontrar (y disfrutar) incontables ejemplos de nuestra peculiar obsesión, y de la que ya os habréis dado cuenta: las puertas. De diferentes tipos, estilos, maneras y formas, pero todas con su encanto particular.

 

En definitiva, otra ciudad a tiro de piedra (desde Rennes, claro) a la que escaparse en cualquier momento, perderse por sus callejuelas, respirar historia en cada rincón, disfrutar de cada pequeño detalle y descubrir mil y uno de ellos, que esperan, desde hace siglos, a que, simplemente, posemos nuestra mirada sobre ellos.

Teruel, arte y jamón

Teruel era una ciudad que, por unas razones u otras, siempre se le había resistido a Gemma, así que cuando, por fin conseguimos ir, la disfrutamos a fondo y con ganas. Avisamos, es un post largo, pero la ciudad lo merece. Además, aquellos fríos días de invierno, de cielo raso y noches de hielo, nos dejaron unas buenas fotos.

Empezamos por el alojamiento, que no pudo gustarnos más. Y sabéis que no solemos hacer publicidad, salvo si creemos que realmente merece la pena. Y este es el caso. Buscamos algo sencillo, económico y en el centro, y  encontramos un establecimiento  auténtico y original. La Fonda del Tozal  nos cautivó con las fotos que vimos en la página de reservas, y nos gustó todavía más cuando la pisamos. Un edificio que lleva siglos albergando viajeros, tanto es así que la calle por la que se accede lleva su nombre, con un aire sencillo pero digno, y un bar en las antiguas cuadras con mucha personalidad y parroquianos de todos los días. Nosotros nos sentimos allí como en casa de nuestra abuela.

Teruel es una ciudad que se ha creado su propia imagen. Una ciudad medieval, pequeña capital de provincia, protagonista de una de las grandes batallas de la guerra civil española, que ha sabido reinventarse y quitarse el polvo para convertirse en un referente en cuanto a turismo cultural. Su patrimonio es grande y variado (¿por qué no es ciudad Patrimonio de la Humanidad? Lo es el arte Mudéjar, en conjunto, pero no la ciudad) y, casi más importante, ha sido recuperado con respeto y buen gusto, que no siempre se puede decir.

De su origen medieval nos habla la leyenda del Torico, y la estrella de ocho puntas, emblemas de la ciudad. También la leyenda de los amantes más famosos del sur de Europa, tras Romeo y Julieta (Teruel y Verona trabajan conjuntamente en  proyectos relacionados) en cuya memoria se levantó un mausoleo, y a su lado, una de las iglesias más fascinantes que he visto, pese a su actualidad:  la iglesia de San Pedro, de principios del siglo XIX, de estilo neogótico, pero con unas reminiscencias modernistas que nos enamoraron…

La Catedral de Teruel, la única en España construida totalmente en estilo mudéjar, se mantuvo bastante bien pese a los bombardeos, y por suerte, guardó completa la techumbre mudéjar de par y nudillo del interior de su nave. Absolutamente impresionante. Tal vez hayáis visto muchos artesonados de madera, que no son sino falsos techos decorativos, pero en este caso se trata de una techumbre, es decir, la estructura que sostiene el tejado exterior. Si os interesa el arte, la visita guiada es muy recomendable. Y como véis, la catedral se deja fotografiar desde todos sus ángulos y a todas las horas.

Y mudéjares son también las torres de San Martín y San Salvador que, según la leyenda, fueron construidas por dos enamorados de una misma mujer, que competían por ver quién levantaba la torre más alta y bella en el plazo de un año. El perdedor se suicidaría arrojándose al vacío desde la propia torre… Lo más interesante, además de las decoraciones con azulejos esmaltados, es poder visitar el interior de la torre de San Salvador y conocer su estructura. La entrada era de 2.5 euros y  las vistas, desde lo alto del campanario eran así un frío atardecer de invierno:

Y una última y escondida visita medieval, muy poco conocida, son los aljibes, que abastecían de agua la ciudad, y que ocupan parte del subsuelo de la Plaza del Torico. Por poco más de un euro conoceréis los sistemas de conducción y almacenamiento de agua usados entonces, previstos para aguantar meses de sitio.

Todo lo ya contado sería suficiente motivo para que Teruel mereciera una visita pero, por suerte, hay más. Modernismo. La palabra mágica para Gemma (ya os lo contamos en la primera entrada, la que hablaba de Viena ). Además de la bella iglesia de San Pedro, los primeros años del siglo XX dejaron, gracias a las familias burguesas de la ciudad, casas, fachadas, escalinatas, puentes e incluso verjas de forja que hoy forman parte de una ruta que nos presenta otra ciudad distinta a la que siempre imaginamos.

Y no dejéis pasar la visita al Museo Provincial (entrada gratuita) por varios motivos: el gran suelo de mosaicos recuperados de una villa romana; la antigua farmacia que conservan intacta, el armazón del techo del propio edificio y las vistas desde su galería.

Si, como Gemma, todavía no conocíais la ciudad, esperamos que no tardeis en hacerlo. Por si acaso, os dejamos dos razones más. Seguro que os terminan de convencer. Si París valía una misa, Teruel bien vale un buen vino. Y si al lado tiene ese jamón, esos quesos y esos embutidos, no sabemos qué hacéis ahí parados. ¡Venga! ¡A organizar vuestra próxima visita a Teruel! Podrán suceder mil cosas, pero nunca os defraudará.