De viaje no todo sale bien, ni mucho menos. Que sólo subimos las mejores fotos y contamos las anécdotas merecedoras de ello, a toro pasado, es algo que todos hacemos. Que hay horas muertas y días tontos, también: nadie aguantaría 24 horas 7/7 días de máxima adrenalina y emoción. Pero esas ocasiones en las que todo se tuerce , hasta convertirse en imposible, y no consigues tus objetivos, por pequeños que fuesen, ocurre más a menudo de lo que parece, y se cuenta mucho menos de lo que se debería. Así que hoy os contamos el día que nos sentimos más engañados y al día siguiente, cómo nos tomamos cada uno la misma avería mecánica: o un monumental cabreo o disfrutar del nuevo itinerario descubierto. En fin, problemas del primer mundo: enfadarte por un retraso en un viaje, cuando tienes todo un año para viajar.
Bueno, vayamos por partes. Que timos y tongos hay por todas los sitios, ya se sabe. Pero aquí, incautos de nosotros, nos pilló por sorpresa.
San Juan Chamula, su iglesia y sus ritos son famosas, y al estar tan cerca de San Cristóbal de las Casas, es excursión obligada para todo el que pasa por Chiapas. La iglesia por fuera es colorida, de mayor tamaño que las más próximas, pero tiene poco más de especial. Eso sí, hay un señor con una mesa, en la entrada, cobrando 20 pesos a cada uno. Dudamos, es relativamente caro, pero hemos ido hasta allí sólo para eso, así que entramos. La primera impresión resulta acogedora, con la luz velada, y llama la atención que la iglesia está «desmontada»: no hay bancos, ni retablo ni ningún otro mueble. Los santos están en vitrinas, a ambos lados del templo, en fila. El suelo está cubierto por una alfombra de hojas de pino, que dan un olor fresco al lugar y cientos de velas por todas partes. La iglesia está tranquila, con algunas pocas personas rezando, pero pronto se llena de grupos de turistas que entran y salen ruidosamente, todos con su guía.

Molesta que no permitan hacer fotos en el interior, pero sí visitas guiadas a grupos numerosos que entran, salen, hablan, gritan… sin reparo ni cuidado y empezamos a ver el plumero del negocio… sospechamos de los parroquianos que rezan, y decidimos sentarnos en un rincón a observarlo todo mejor. Como no llevamos guía, nadie nos apremia a salir. Pronto vemos que los «oradores» van y vienen de manera casi organizada, cuando acaba uno ya hay otro empezando justo a su lado, y en todo momento hay una persona, al menos, matando una gallina, negra, por supuesto, o haciendo al menos que cacaree estruendosamente, para volver a guardarla en una bolsa de plástico, también negra, hasta que aparezca el siguiente grupo. De hecho, están más pendientes de vigilar la puerta de entrada que de cualquier otra cosa. El ruido va en aumento, así como el número de grupos que entran y salen. Primero decepción y luego cabreo, así que salimos de allí. Acabamos de asistir al timo de convertir en teatro comercial algo que se describía como experiencia única y original, un rito casi sacrílego y secreto, muy difícil de encontrar.

El pueblo no ofrece mucho más, ni siquiera es día de mercado, así que pasamos un rato en la plaza y volvemos a San Cristóbal. El tiempo estos días está siendo fresquito, y siempre apetece pasear por sus calles. Al día siguiente tenemos un gran plan. Era uno de los días más esperados de todo el viaje, más que cualquier otro yacimiento o ciudad, una de las pocas ideas que teníamos fijadas antes de salir de España: queríamos visitar un Caracol zapatista.
Oventic lo descubrimos en un foro (cuánto le debemos a internet) porque, como pasa siempre, la información al respecto es escasa y siempre te lleva a lo mismo, y como dice Quique, suele ser lo más caro y lejano. Pero Oventic está a apenas 14 km de SanCris y abre sus puertas a cualquiera que lo quiera visitar sinceramente. En el mercado nos cuesta muchas preguntas y vueltas encontrar el transporte (para ir a San Juan Chamula el día anterior no tuvimos ni que esforzarnos). Tardamos un rato en salir, hasta que se llenó el vehículo y recogimos algunas mercancías. Emprendimos viaje, ascendiendo por la imponente sierra. Pasamos por Chamula, y descubrimos, al pasar por otros pueblos cercanos, que todos los de la zona tienen el mismo modelo de iglesia (alguno con la puerta abierta nos permitió comprobar que el interior, también), aunque de menor tamaño. El rito y la tradición deben ser iguales en toda la zona, pero Chamula ha sabido hacer negocio con los turistas. O los concentran a todos allí, y así el resto están tranquilos, quién sabe…

Total, que íbamos pensando en todo esto cuando nos damos cuenta de que ya llevamos buen rato de viaje, para lo cerca que íbamos. De repente, la combi se para: acabamos de perder varias cajas de la mercancía. Quique se bajó y le ayudó a recogerlo, recolocarlo y continuar viaje… Era todo pan de San Cristóbal, que debe ser famoso en la zona: una especie de bollos dulces, adornados de mil maneras diferentes y que olían deliciosos. Pero no probamos ni uno. Y empezamos a descender la sierra… al llegar a la siguiente parada y preguntar al conductor, reconoce que se ha olvidado de nosotros, y Oventic se nos quedó atrás. Se disculpa y nos convence de volver con él y dejarnos en nuestro destino, pero son ya más de las 13.00 y no creemos que nos dé tiempo de visitar el Caracol. Mi cabreo es monumental. Nos ha jodido el día, llevamos 3 horas de viaje para nada y nos quedan otras tantas de vuelta. Voy pensando en lo que me está costando el viaje, en lo cuesta arriba que se me hace muchas veces, en que debo ser un lastre para el compañero, el calor me mata, me cuesta adaptarme a muchas circunstancias y ambientes. Quique prefiere disfrutar de la zona que estamos descubriendo, pues hemos cruzado toda la Sierra Lacandona, y si no hubiese sido por este error, nunca habríamos descubierto estos paisajes. No se cumplió el objetivo del día, pero hubo otro alternativo. Y es entonces cuando llega lo mejor, subiendo la sierra de nuevo se rompe una correa del vehículo, y nos deja completamente tirados. Un día perfecto. Ya ni me molesto en quejarme o decir nada: hemos perdido la jornada para nada. Al rato nos recoge otro colectivo y conseguimos volver al hostal a las 16.30 horas, sin haber hecho nada de provecho, más que sumar una anécdota.

Hoy, escribiendo con perspectiva, me doy cuenta de cómo exageré, aunque era algo que se iba acumulando desde el principio del viaje. El calor, los momentos de bajón (que cada vez eran más) el cansancio de que cada día fuese una maratón de buscar información, elegir los sitios, regatear precios y encajar horarios… A menudo tengo el mismo pensamiento: «Este viaje debería haberlo hecho diez años antes y tal vez he apuntado demasiado alto…»

A la vuelta buscamos un sitio para comer, y ningún puesto del mercado nos convence. Recordamos una pollería junto a la iglesia de Guadalupe, y aunque hay un buen trecho, vamos. Merece la pena. Un pollo asado allí mismo, al fuego, el local está calentito, espectacular y con un acompañamiento rico. Somos incapaces de comernos todo lo que nos ponen, así que aún nos llevamos víveres para sobrevivir al día siguiente. Tras descansar toda la noche (duermo demasiado) nos levantamos de mejor humor y dispuestos a intentarlo de nuevo. No nos vamos de aquí sin visitar el Caracol. Aunque eso, merece una entrada completa para él.
