Abandonamos San Cristóbal de las Casas con el recuerdo del restaurante de la Calle Real donde cenamos un par de veces para comer carne, la cafetería francesa Oh lá lá donde consolábamos nuestras penas con dulces y capuchinos helados, la librería donde nos perdimos un par de veces entre decenas de historias interesantes, el cine Konaki donde vimos varios documentales sobre el zapatismo y la cafetería, también en la calle Real, descubierta a última hora, cooperativa y centro cultural indígena. Nos vamos, aunque a mí no me habría importado quedarme algunos días más, porque Quique le ha cogido manía, diciendo que nos trae mala suerte.
Apenas 45 minutos de viaje (con las distancias de este país, es poco) y estamos en Chiapa de Corzo. Habíamos estado hablando con una hoster de Couch pero no ha contestado a nuestros últimos mensajes, así que hemos venido a la aventura. Como no conseguimos contactar con ella empezamos a buscar un alojamiento. Aunque Chiapa es un lugar turístico por su proximidad al Cañón del Sumidero, hay poca oferta, y cara. Elegimos un hostal en la plaza que parece decente, pero que una vez dentro resulta deprimente. Y el paseo por el pueblo al día siguiente no es mucho mejor, salvo la fuente mudéjar, no hay nada más de interés. Normal que el turismo que tienen sea de paso, porque no ofrece nada especial (no entiendo de dónde le viene la etiqueta de Pueblo Mágico).


Como no estamos a gusto, hemos escrito al hoster que nos espera en nuestro siguiente destino para intentar adelantar nuestra llegada y salir de Chiapa lo antes posible. Tenemos suerte y nos vamos antes de lo previsto.
Así llegamos a Tuxla Gutierrez (sí, aquí las ciudades tiene apellido) una ciudad grande y caótica, nacida para ser capital, fea y desordenada en un primer contacto, ruidosa, llena de tráfico. Nuestro anfitrión, Rogelio, llega a buscarnos hasta la misma terminal, y es encantador. Hablador, en seguida nos cuenta sus viajes y todo lo que podemos hacer por la zona. La casa es enorme y además tenemos habitación independiente con baño. Una tortilla de patata sirve como agradecimiento.

Al día siguiente nos animamos a conocer la ciudad, cuando le preguntamos a Rogelio por los museos se echa a reír, emocionado: somos los primeros que le hacemos semejante pregunta, y tras darnos algunas indicaciones, nos acerca hasta el centro en coche. Empezamos a caminar. Por alguna razón, en este país los museos siempre están lejos de todo, y preguntar es una aventura porque nadie da indicaciones concretas. Al final llegamos.

De vuelta paramos a comer guiso, un acierto. Y seguimos hasta la catedral, curiosa por lo moderna y sencilla que resulta, en una ciudad tan insulsa y caótica. Rodeada de edificios anodinos en una plaza enorme y desierta, como es la Plaza Central, queda muy lejos del tópico europeo de cascos históricos cuidados. Pero hay mucha gente por las calles, y poco a poco, andando sin rumbo, acabamos el el parque de la marimba.

El parque es coqueto y acogedor, de ambiente familiar, con un precioso quiosco de música, donde todas las tardes hay concierto y acuden las parejas a bailar. Pasamos la tarde tranquilos, disfrutando del ambiente, charlando. Descubrimos después, en una esquinita de la plaza, un museo dedicado por completo al instrumento, su historia, construcción e instrumentistas.

Rogelio es un anfitrión estupendo. Una vida organizada y estable que de repente cambia, y decide darle un giro viajando por el continente, rompiendo prejuicios. Lo pillamos entre viaje y viaje esos días en su casa, preparando el siguiente, que va a hacer acompañado de su madre. Les seguiremos la pista. Además de las comodidades de casa, nos deja sus guías de viaje para consultar, y responde a todas nuestras preguntas, con lo que acabamos teniendo información para los siguientes 15 días de viaje. La última noche en su casa salimos por los bares del barrio a tomar cervezas y botanas, riendo con anécdotas.
Antes de seguir, al día siguiente vamos a visitar el Cañón del Sumidero, un espacio natural increíble. Contratamos un tour por los miradores, porque preferimos verlo desde la altura (la otra opción es recorrer el río en lancha) y nos encanta. Cuesta unos 200 pesos menos y es mucho menos conocido. Cada uno de los cuatro miradores es más espectacular que el anterior, pese al vértigo que produce asomarse al desfiladero. Vamos solos en el transporte, podemos parar todo el rato que nos apetece en cada mirador, mientras, en el río, el trasiego de lanchas es continuo, haciendo cola en cada parada. La perspectiva será muy diferente, es cierto, pero no la cambiamos. Los zopilotes nos acompañan, la vegetación, el silencio… desde abajo, sólo sube ruido de motores.
Al regresar pasamos por la terminal y sacamos los billetes a Oaxaca. Hemos decidido ir hacia la costa del Pacífico. En realidad, vamos a esta ciudad por un antiguo profesor de universidad de Quique, que pasaba aquí la mitad del año y se declaraba perdidamente enamorado de la ciudad. Además, también hemos encontrado alojamiento en Couchsurfing, aunque antes nos espera un viaje nocturno de 10 horas en autobús.