Reconozco que, hasta hace apenas un par de años, no conocía la existencia del Mont Saint-Michel, tal vez porque no estudié nunca francés en el instituto, como Quique. El caso es que nunca estuvo en mi lista de lugares a visitar, pero estando en la Bretaña, se hacía «obligado» ir. Así que, aprovechando un día de sol que nos regaló mayo, salimos hacia allá. Teníamos apenas una hora de coche, pero nos lo tomamos con calma. Tanta que hicimos varias paradas durante la mañana en lugares que nos parecieron interesantes al pasar. Y así fuimos descubriendo poco a poco su silueta, omnipresente cuando te acercas a la costa, desde diferentes ángulos, dominando siempre la bahía…
Realmente es imponente, tanto por su situación geográfica, elevada en medio de la nada (agua o arena, según la altura diaria de la marea) como por la aguja del chapitel de la abadía, estilizada hasta el límite, con esa sutil exageración que tiene el gótico en el norte de Francia, que se alarga hasta casi tocar el cielo.
Total, que entre visitas y comer, nos acercamos al lugar a las tres de la tarde. Y nuestra decepción no pudo ser mayor. Explotado es poco. A ver cómo lo describo: te vas acercando, pasando por amplias zonas de aparcamiento de pago (6 euros media jornada, 11 euros todo el día), las únicas y obligadas, porque el pueblo más cercano está a unos 4 kilómetros, y es el típico pueblo absorbido y desaparecido bajo el flujo de, literalmente, millones de turistas (estamos hablando del segundo monumento más visitado del país, ojo). Así que no te queda otra más que pagar parking y coger la navette gratuita que te acerca al monumento, o andar durante 40 minutos por una pasarela artificial, su única conexión con tierra firme; o ya, para rematar, pagar por hacer el trayecto en carromato, por llamar de algún modo a aquellos engendros, dignos de aparecer en Mad Max III. Entramos al parking y, viendo el panorama, decidimos en ese mismo momento dar la vuelta e irnos. Pensar en toda esa masa de gente metida en las escasas y estrechas calles del peñasco, abarrotando la abadía y su claustro… No, gracias. Además, como hemos estado menos de 30 minutos no pagamos nada. Una gentileza que nos parece una señal de que no somos los primeros, ni pocos, los que optamos por hacer algo parecido.
Y es que hace tiempo que hemos cambiado nuestra forma de visitar los lugares y relacionarnos con ellos. Nos agobian y desagradan las masificaciones, el ruido y la vulgaridad del todo vale por explotar un destino hasta hacer que acabe perdiendo su valor y personalidad y empezamos a valorar otras cosas, como el contacto con la gente o el ir poco a poco, aunque veamos menos. Algo así como Slow Travel. Otra forma de relacionarse con la gente, donde los turistas dejen de ser vistos como números y carteras con piernas, y los locales dejen de ser una atracción de feria.
Así que improvisamos. Seguimos las señales que indicaban una ruta costera, que no es más que la antigua carretera que une los pueblos del litoral, con unas preciosas vistas sobre la bahía y el mar durante una tarde que iba cayendo poco a poco. Dunas naturales, antiguos molinos de viento, pueblos pesqueros… el día acaba, descalzos, en una playa solitaria.
De hecho, acabamos tan contentos que al día siguiente decidimos repetir y seguir con el itinerario desde el mismo punto que lo habíamos dejado, siguiendo la carretera del litoral. Pero antes de enlazar con la costera, pasamos por Combourg y su castillo, y la tentación era demasiado grande, así que paramos a fotografiarlo.
Como vamos sin prisa, se nos hace la hora de comer (aquí, las doce, no lo olvidemos) y decidimos buscar un lugar donde hacer un picnic, venimos preparados. Dando vueltas por la entrada del pueblo, una señal indica «menhir» y allá que vamos, esperando encontrar algo pequeño, pero no. Se trata de una pieza de unos 5 metros de alto, que ha quedado bien aislada en un campo de cultivo, y la zona se ha convertido en merenderos. Es cómico y simpático, pero nos encanta. Es el que más se parece, de todos los que hemos visto hasta el momento, al ideal de menhir que tenemos en la mente: el que siempre portaba Obelix sobre su espalda. Así que, literalmente, comemos a la sombra del mismo, casi sin hablar. Es curioso comer junto a un monumento de casi 6.000 años, que ha visto pasar de todo, sin moverse, y sigue ahí, desafiando al tiempo y a la Historia.
Pocos kilómetros después, cruzamos Dol de Bretagne… Y paramos otra vez. Ya os hemos contado que en esta zona casi todos los pueblos son bonitos, pero algunos se salen, como éste. Una calle principal llena de casas bien conservadas, algunos tramos de pórticos y un buen trazado urbano. Tras el paseo nos apetece un café, y acabamos en la mejor crêpería de todas las que hemos estado, normal que en la puerta tenga las insignias de ser recomendada por todas las principales páginas y guías, tanto turísticas como gastronómicas. Las crêpes están riquísimas, como el café, el precio es más que bueno, y lo que más nos gusta, son simpáticos.
Ahora sí, volvemos a la carretera del litoral. Seguimos bordeando el mar hasta llegar a Cancale por una carretera sinuosa y de un sólo carril. Allí nos sentamos a ver cómo iba subiendo la marea, el verdadero latir de Bretaña.
Hay mucha gente en Cancale, su cercanía con Saint-Michel y sus famosas ostras la convierten en un lugar idóneo para la parada de los tours organizados, así que decidimos seguir ruteando hasta la punta de Grovin, un supuesto entorno protegido. Y nos volvió a suceder más o menos lo mismo. Cientos de coches aparcados por los arcenes de la carretera y un trasiego continuo de «tomadores de fotos» que llegan, disparan y se van al siguiente punto que indica la guia, sin pararse un segundo a disfrutar o reflexionar sobre lo que están viendo o lo que tienen delante.
Decidimos continuar unos pocos kilómetros más, y, ya alejados del «meeting point», buscamos un camino que vuelva a llevar a la costa, donde pararnos a disfrutar de los colores de la Costa Esmeralda... y ver cómo el Atlántico rompía sus aguas contra los acantilados, con una perspectiva casi a vista de pájaro, mientras la marea seguía subiendo. Todo un espectáculo.
Cuando nos cansamos de escuchar el mar, volvemos al coche y seguimos la ruta, hasta Saint-Malo. Aunque presume de ciudad corsaria y fortificada, en realidad fue destruida durante la II Guerra Mundial y reconstruida después, pero es una de las ciudades que más turismo atraen durante el verano, por su ambiente. Como ya la conocíamos de una visita anterior, decidimos llegar hasta el puerto y quedarnos allí haciendo fotos del intra muros, por verlo desde un ańgulo diferente. Nuestra sorpresa vino al descubrir en Saint Servan los restos de una impresionante posición conservada como Memorial. Terminamos de pasar allí la jornada, siguiendo el paseo histórico creado y contemplando el atardecer desde lo alto de la fortificación militar.
Cómo nos gusta Bretaña cuando nos regala un día sin lluvia.
NOTA: Fuimos improvisando esta ruta, dos días de sol (consecutivos, algo casi excepcional) y sin prisa, combinando los pueblos pesqueros del litoral con otros del interior, siguiendo la ruta costera señalizada, pero desviándonos cada vez que una señal nos invitaba a hacerlo. En realidad, recorrer la distancia que separa Mont Saint-Michel de Saint-Malo no deben ser más de dos o tres horas, pero dedicadle una jornada entera, como poco. Así, la costa se divide en dos paisajes bien diferenciados: Saint-Michel > Cancale, que recorre toda la bahía de Saint Michel y Cancale>Saint-Malo, que está bañada por la Costa Esmeralda (Côte d’Eméraude).
Mapa obtenido de aquí.