Día de Muertos en México

Aunque no fue algo planeado, tuvimos la suerte de pasar el día de muertos en México y en compañía de mexicanos (gracias de nuevo, couchsurfing) por lo que aprovechamos para acercarnos a una tradición que tiene unas raíces bien profundas, que ha bebido de un conjunto de culturas muy dispares, pero que siempre ha permanecido, y de la que nos ha llegado una visión a España  como algo casi folclórico, mal explicado y mal entendido. Está muy (pero que muy) lejos del verdadero significado de la celebración. Por cierto, allí es el día 2 de noviembre y  esta festividad está declarada como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Ya desde el principio entramos a algunos cementerios en los pueblos que visitábamos, teníamos curiosidad por verlos. Y nos llamaron la atención dos cosas: la primera, su colorido. Lejos del mármol blanco, negro o gris que se ve en Europa, allí los materiales son mucho más sencillos, pero pintados y ornamentados hasta resultar extraños en un entorno semejante. Y la segunda, las tumbas de los niños. Demasiado abundantes, demasiado recientes. Muchas de ellas eran auténticas réplicas de sus dormitorios en vida, donde reposaban todos sus juguetes. Era algo que impresionaba, helaba la sangre.

cementerios-mexicanos

 

El Día de Muertos es una celebración que se celebra el 2 de noviembre, aunque llega a comenzar, según lugares, la noche del día 28 de octubre. Su origen es milenario, pues las civilizaciones prehispánicas (como la mexica o la maya, entre otras) ya conservaban cráneos y hacían rituales simbólicos entre la vida y la muerte. Para ellos la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, y sus ideas de infierno y paraíso, sino que era una etapa más de la vida, algo mucho más natural y menos traumático que para nosotros. Existía un ente inmortal que da conciencia al ser humano, y que continúa su labor después de la muerte de éste. Es por ello que los entierros eran acompañados de ofrendas con objetos que el muerto había usado en vida, y que iba a necesitar en su tránsito al inframundo (esto también ocurre en otras civilizaciones orientales antiguas, como la Egipcia); por eso las tumbas prehispánicas presentan tanta variedad de objetos depositados (joyas, armas, alimentos, instrumentos musicales, etc). Nuestra muerte para ellos era, simplemente, una etapa más de un largo viaje que quedaba por hacer.

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Así, cuando lo españoles «evangelizan» a los pueblos nativos imponen la nueva fe, pero adaptándola a las costumbres locales (o a la inversa, quién sabe), lo que da lugar a sincretismos como éste. Una celebración de muertos que coincide en fecha con Todos los Santos, pero que nada tiene que ver con la celebración católica. En México el mundo de los muertos es muy complicado, aunque se puede sintetizar en que el espíritu de los difuntos regresa del mundo de los muertos para convivir con sus familiares durante un día, consolándolos y confortándolos, y por ello los familiares comen en los cementerios (la comida favorita del difunto), le llevan música y pasan el día junto a él. Para el difunto es un momento de reposo en su viaje, se relaja escuchando la música que le gusta y absorbe la energía de las ofrendas que han sido depositadas en su tumba, para continuar durante un año más.

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Pese a los músicos y los mariachis tocando canciones de tumba en tumba, vendiéndose al mejor postor o acudiendo a cualquier señal como quien llama a un taxi, vendedores de flores o limpiadores de nichos presentes por todas partes, el ambiente era solemne. No era triste, pero sí melancólico. No era irreverente, se mantenía siempre respetuoso. Al fin y al cabo no era una fiesta, sino un momento para pasar con quienes ya no estaban.

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Pero la celebración es mucho más que eso. Es todo un lenguaje iconográfico, resultado de tantos pueblos y culturas que han formado el actual México, que representa todas las ofrendas a los muertos, y que se resume básicamente en dos representaciones: los altares y las propias tumbas. Las tumbas y mausoleos, como en nuestra vieja Europa, marcan diferencias entre aquellos que tienen quien les siga recordando y los que no, los que tenían poder económico y los más sencillos, los que pudieron prever su momento y aquellos que se encontraron con la muerte sin esperarlo. Como en la siguiente foto, un instante que captamos sin darnos cuenta al querer capturar, precisamente, esas diferencias. Dos sepulturas en el suelo, de tierra, rodeadas de mausoleos coloridos. Luego descubrimos la situación. Entre las tumbas un niño, solo, pasaba la mañana mientras compartía su refresco de cola. Algo volvió a hacernos sentir de nuevo un frío interior.

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Y el segundo elemento, los altares. Nuestro primer contacto con la celebración como espectáculo fue en Ocosingo, donde nos encontramos de lleno con el día de Todos los Santos como una fiesta popular, extendida a toda la sociedad, que ha salido de los cementerios y llena las calles y plazas de todas las localidades del país, repitiéndose los concursos de altares y catrinas, jugando con la muerte como lo que es, una parte más de la vida. Así, cada grupo o colectivo se esmera por levantar el mejor altar, con las influencias de cada región y cada tribu de México, con elementos de la naturaleza y, por supuesto, la simbología introducida por el cristianismo, lo que hace de ellos auténticas obras de arte eclécticas y efímeras. Y cada elemento que los componen tiene su propio significado: siete pisos, los niveles del inframundo que debe atravesar el alma para poder descansar, cada cual con sus propias ofrendas: en lo más alto la foto del santo al que está dedicado, sal, pan de muerto, agua, fruta, dulces, copal, incienso, flores, papel de colores picado, velas encendidas para las almas, fotos de los difuntos, y en contacto con el suelo una cruz hecha con frutas, semillas o pétalos de flores. Un sinfín  de ofrendas que, aunque se siguen realizando a pequeña escala en muchas casas, hoy se ha convertido en un espectáculo público y concursos en los que compiten asociaciones, universidades, parroquias o cualquier agrupación imaginable.

 

altares

 

Para este momento tan especial hay, por supuesto, un personaje icónico: la  Catrina, un esqueleto femenino ataviado al estilo occidental, con sombrero afrancesado  y joyas. Aunque es de creación muy reciente, pues apareció a mediados del S. XIX en un grabado de José Guadalupe Posada, se ha extendido por todo el territorio hasta formar parte del ritual de la celebración. Fue popularizada por Diego Rivera tras pintarla en un mural, «Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central», denominándola «Catrina», en referencia al término catrín, hombre elegante y bien vestido y tenía en origen un carácter de crítica social, pues quería retratar las miserias y la hipocresía de la clase política y de la alta sociedad del momento. Muertos de hambre queriendo ser europeos, hoy es la muerte hecha espectáculo en una sociedad de consumo que mercadea con todo.

catrinas

 

Esta es la parte que nosotros vivimos. También nos contaron que al llegar la noche gran parte del sentimiento familiar y del recogimiento que habíamos visto durante la jornada desaparecía y que, ahora sí, quedaban los grupos con más ganas de festejar la noche de los muertos. Por norma, ya sólo suelen estar los hombres, el alcohol corre con más abundancia que hasta entonces y la gente se aleja de la zona de tumbas (siempre hay excepciones) para continuar con una auténtica fiesta. Pero esto ya no llegamos a verlo. Quizás en la próxima ocasión.

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