Mérida nos recibe con lluvia, ya de noche, tras bajar del bus al que nos subimos en Izámal. Estamos desubicados, y el agua nos obliga coger un taxi para llegar hasta la casa de nuestra anfitriona. De pura suerte, pues el taxista tampoco lo tenía nada claro, paramos justo en la misma puerta. Por fin, algo sale bien. Y nos recibe «Flamenca», nuestra primera anfitriona de Couchsurfing. Flamenca, pseudónimo que usa en la aplicación, es una mujer algo mayor, que no se corresponde con la imagen que uno pueda tener de gente que abre su casa a otros sin conocerles. Es amable y dulce, y a pesar de que nos ofreció algo para cenar y asentar el cuerpo, nos acostamos pronto esa noche, sin apenas entablar conversación. El cansancio y la extraña sensación de estar invadiendo la intimidad ajena me hacen sentir incómoda. He llevado un mal día, el cansancio y el calor me hacen plantearme si realmente soy capaz de seguir el viaje, y empieza a resonar en mi cabeza una frase que me escucharé decir muchas veces: «este viaje debería haberlo hecho diez años antes». Hay cosas que cuestan.
Dormimos bien, y tras una ducha, el día se plantea mejor. Desayunamos charlando con Carmen, su verdadero nombre, y Jorge, su marido, nos organizamos el día y salimos a conocer la ciudad, una de las principales del país. Antes de salir de casa, nos enseñan cómo movernos por la ciudad con los buses, así que ya somos independientes para movernos a nuestro ritmo. Lo siguiente que hacemos es acercarnos a la oficina de Turismo, y tenemos la suerte de llegar justo a tiempo para sumarnos a una visita guiada por la plaza y sus monumentos, ofrecida como servicio de la Oficina Municipal.

De este modo descubrimos que Mérida fue la primera ciudad fundada por los españoles en México y su catedral, la primera que se levantó en todo América. Que su nombre en maya significaba «cinco«, en referencia a las cinco grandes construcciones mayas que había cuando llegaron los conquistadores, a quienes impresionó tanto que la bautizaron Mérida, como la ciudad extremeña, por su monumentalidad. Y que, como siempre, se desmontó todo para reutilizarlo en la construcción de los nuevos edificios occidentales y cristianos, en cuyos sillares todavía se aprecian dibujos e inscripciones precolombinas.

Al terminar la visita nos animamos a ir a la razón de nuestro paso por la ciudad: el Gran Museo Maya, un edificio nuevo, monumental y desmesurado a las afueras de la ciudad, igual que el coste de su entrada (150 pesos). El museo se divide en diferentes áreas, que tratan de explicar la pervivencia maya en la población actual (un 30%) usos y costumbres, y un repaso histórico inverso, es decir, desde hoy hasta llegar a su momento de máximo esplendor, intentando no cerrar el estudio de lo maya a un contexto puramente arqueológico, sino abrirlo a un estudio sociológico, pues aún queda mucho rastro maya en la sociedad actual. La cultura maya como algo vivo y presente, no como una civilización perdida, un planteamiento que nos gusta. Otra cosa es el resultado del proyecto. Acaba siendo un reclamo para el turista extranjero que se acerca en «shuttle», sin contenido real y sin vinculación con la ciudad, desde la que es muy difícil acceder. Decepcionante, la verdad.

El segundo día lo dedicamos a otra parte de la historia mexicana: la colonial. Así, visitamos la Casa Montejo, y un pequeño y colorido museo que nos fascinó: el Museo de Artes Populares, sencillo y maravilloso, es todo un tributo a diferentes artesanos (alfareros, bordadoras, etc) y su labor. Una explosión de colorido e imaginación, un buen resumen de lo que es México para nosotros. Aquí tuvimos nuestro primer contacto con unos seres que más tarde, en Oaxaca, nos cautivarían: los alebrijes. Seres fantásticos, recreados en papel maché, salidos de la imaginación de grandes artistas que representan lo mejor y lo peor del ser humano.

Pero Mérida también nos sirve como plataforma para llegar a otra zona arqueológica de interés: Uxmal, una de las imprescindibles. La bella Plaza de los Pájaros, la Casa de las Tortugas, la Plaza Porticada o la Gran Pirámide. Es la primera vez que comprendemos la ciudad que visitamos y se convierte en nuestra favorita de todas las visitadas hasta ese momento.

El último día en la ciudad lo dedicamos a las recomendaciones de nuestros anfitriones, con quienes hemos pasado buenos ratos conversando en casa. Ya se han roto nuestros bloqueos mentales y la convivencia ha sido una delicia. Como saben de nuestro interés por la arqueología, nos mandan al Museo de Antropología, donde se exhibe una muestra temporal sobre el concepto de belleza maya, y es todo un acierto. Una selección de las mejores piezas de los principales yacimientos mayas del país para mostrar las diferentes «transformaciones» a las que se sometían desde bien pequeños buscando su ideal de belleza: deformaciones craneales a los recién nacidos, dientes limados y perforados, escarificaciones en la cara… La exposición, además de fascinante, supone uno de los impactos buscados: acercarnos al cambio de canon estético, y salir de la cuadrícula mental occidental que arrastramos. Nuestra Historia del Arte, la que hemos estudiado en Europa, no es más que una línea recta en el tiempo en la que se repiten y modulan los mismos estereotipos una y otra vez. Sin embargo, aquí aceptamos como «bello» (el término más subjetivo del mundo) conceptos que para nuestra cultura serían horrorizantes, deformes. ¿Qué es la belleza, entonces? ¿la simetría que perseguimos desde la antigua Grecia, o las variaciones más pintorescas del aspecto? ¿Qué busca el ideal social, atraer mediante la confianza de lo dulce y sublime, o asustar como feroz enemigo? En realidad, nos damos cuenta de que el arte es, en verdad, el medio que usamos para lanzar un mensaje al otro y que éste define nuestra intención social en el mundo, para con nosotros y para con el resto. Y esa es otra de las diferencias entre quienes habitaban aquella tierra y quienes llegaron desde el otro lado del mundo.

Nuestra última visita en Mérida es a la localidad de Chocholá, buscando un cenote recomendado, sin turistas, y lo hallamos. El pueblo es pequeño y agradable, y el cenote es fantástico. Es la primera vez que visitamos uno, y no nos puede gustar más. Nos bañamos en un agua cristalina, metidos en la cueva, y sin llegar a ver el fondo de la misma, pues al ser un cenote joven aún no se le ha derrumbado la techumbre. Estamos solos casi todo el tiempo. Un baño pausado, relajado, que nos permite sentir y disfrutar de todo: de la temperatura del agua, del goteo de las paredes, de la textura de la roca, de los fósiles, del silencio…

Mañana partiremos a Campeche, donde no hemos encontrado aún a nadie que nos aloje. Pero eso será mañana.